—Vamos, que él siempre soñó con este final.
Dice su compañero de cuarto, el cual, de tantas muertes que vio pasar ante sus ojos, parece no sentir nada más que envidia.
Una emoción que no persiste solo en él, sino en todos los que cenan en honor a la partida de tu hermano.
Bebidas y un exagerado banquete que te revuelve el estómago, se extiende por la larga mesa cubierta de un mantel blanco, en lo que luchas por apartar los recuerdos de la noche anterior.
Incluso eso, te eriza la piel. No se trata de un tiempo lejano, sino que sucedió en tan pocas horas, que agradeces la máscara que oculta tus labios trémulos y el llanto que se atasca en las rígidas cuerdas vocales.
Duele el cuerpo, el alma y el corazón. Mientras los recuerdos del pasado, surgen para martirizar tu consciencia.
Un niño que nunca tuvo un nombre, más que el calificativo Aban, por haber sido abandonado al nacer en las desiertas y calurosas puertas del orfanato.
Y por dicho destino, sin nadie que te ampare, formaste parte del equipo que encontraría su «libertad», al cumplir la mayoría de edad.
Un anhelo que se convirtió en necesidad, a medida que los años pasaban, y el trato era cada vez peor. Incluso, cuando Van, tres años mayor que tú, se apiadó de ti y se proclamó tu protector.
Sin embargo, tres décadas los separó, y el resentimiento de los demás, se volvió en tu contra.
Si bien, no te quedaste de brazos cruzados, encerrado por semanas, sin agua ni un plato de comida, imploraste en silencio, por cumplir rápido los dieciocho años.
Creías que ese era tu boleto de salida, y que todo iba a mejorar. Pues, si bien Van te visitaba con la máscara puesta, incapaz de saber si se trataba de él, diste por hecho que su vida era mejor, que ceder a los órdenes de quienes despreciaban tu existencia.
Es más, recuerdas muy bien, el día anterior a tu décimo octavo cumpleaños. Sobre todo, cuando Van se tomó dos días para estar contigo, incapaz de mostrar su rostro, pero que su sola presencia, era todo lo que importaba.
Más que nada, cuando tu desesperación encontró tu voz, y de allí, él reconoció el mismo rencor que lo empujó a un camino sin retorno.
«Ellos lo van a pagar». Le dijiste con convicción, sin saber el fin de la organización a la cual te querías postular. «Todo lo que me hacen y solo por no ser igual a ellos, se los voy a devolver, Van».
Juraste, al detener tu andar en el desolado pasillo del enorme edificio, sin perder el entusiasmo que generó la fantasía de tu deseo, cuando te giraste, incapaz de comprender el motivo por el cual Van se quedó atrás.
Un joven de veintiún años, esbelto y dueño de una melena espesa y negra, que era todo lo que te recordaba a tu hermano.
Pues, su máscara roja, con hojas doradas, en relieve alrededor de los ojos, ocultaba su rostro. El cual no podía ser a cuando eran adolescentes, y eso te daba curiosidad.
Sobre todo, cuando Van quitó su espada de la vaina, y te señaló.
En el recuerdo, el día estaba caluroso, pero ahora comprendes que no eran gotas de sudor, sino sus lágrimas mientras te eligió, sin saberlo, como su verdugo.
Editado: 13.04.2025