Primer golpe.

Caes de rodillas, con la vista puesta sobre esa frase que te rompe por dentro, mientras los recuerdos vuelven como si fuera el presente.

Sobre todo, la primera vez que Van se acercó, para extender su mano y ofrecerte mucho más que su apoyo.

La cual dudaste en aceptar, por desconfiado. Una emoción que aprendiste desde que tuviste uso de razón, y los golpes de tus pares, fueron dejándote cicatrices.

Igual que el corte en la comisura de los labios y las perforaciones en las rodillas, que ganaste en esa última vez en que alguien se atrevió a aplastarte contra el suelo.

Día en que prestaste atención a los pies de Van, antes de sonreír insolente, y rechazar su oferta. Sin embargo, él volvió a darte la mano la cantidad de veces que lo ignoraste.

Hasta que un día de lluvia, otra vez acostado sin fuerzas sobre el barro, con el sabor metálico de la sangre en tu boca y nariz, las huellas de Van se hicieron más profundas y visibles.

Si bien, un paraguas ayudó a que la lluvia dejara de salpicar barro que se adherían a tus heridas, fue la consideración de él, al arrodillarse delante de ti, lo que te permitió aceptar con la voz su ayuda.

Tus manos estaban atadas a tu espalda, así que eras incapaz de aceptar su mano, la cual te soltó de los amarres. Sin embargo, su huella en el barro arenoso, que pronto se llenó de agua, llamó tu atención.

Incluso cuando Van te sostuvo con el hombro, para levantarte, y de esa manera, los dos refugiarse en el abierto pasillo del orfanato.

Momento en que, sin saber muy bien por qué, intentaste en vano, que tu pie, más pequeño que el de él, encajara con su huella.

Fracaso que te desilusionó, y si bien Van ignoró tu protesta, miraste por sobre el hombro, el resto de sus huellas.

Que, en comparación con las tuyas, las cuales eran irregulares, y otras un barrido desprolijo del barro, describieron el primer deseo que querías cumplir: ser igual a él.

Meta que creíste enterrada, desde el segundo que tu mirada se reflejó en la de Van, cuando de la impresión en pleno combate, supiste que no te mintieron.

Él estaba determinado por destruir lo único que tenías para superar tu pasado, incluido todos los momentos juntos.

Algunos llenos de risas, complicidad, cuando se acoplaban a saquear el almacén del orfanato, y simular ser un Robin Hood moderno.

Otros, desgarrados por la desesperación, tal como sucedió una ocasión, en que tus acosadores, se reunieron con otro grupo más grande que ustedes, y huir, esconderse, fue lo mejor que supieron hacer.

Y la única ocasión en que pudiste ver un poco más allá de su corazón, generoso y simpático, como sucedió una noche en que se animaron a subir al techo del edificio, para ignorar el silencio sombrío de las calles por causa del toque de queda, y de esa manera, atender la grandeza de un cielo estrellado.

«Aban, ¿puedo preguntarte algo?», dijo, sin apartar la mirada de la noche, mientras tú sí observaste su semblante afligido, en lo que asentiste. «¿Qué crees que significa que quien quiere nacer, tiene que destruir un mundo?».

«¿De dónde sacaste eso?», preguntaste con humor. Pero la seriedad con que él sonrió, te obligó a pensarlo desde su perspectiva más adulta, según tú. «Supongo que es algo igual a lo que nos pasó a nosotros, ¿no crees?».

«¿Cómo qué?»

«Pues, si tú no hubieras insistido en ayudarme diez años atrás, y yo dejarme ayudar, ¿no hubiera acabado en el lugar de tu camarada?».

Era el día en que Van, tal como tú, despidió al décimo octavo traidor de la organización. Desconoces si, desde ese momento, él ya había decidido rebelarse.

No obstante, mientras tus ojos recaen en las dos lápidas, el de tu hermano y su antecesor, ahora comprendes mejor su duda. Como, también, la exactitud de tus palabras que, sin saberlo, trazaron sus destinos sangrientos.

«Por lo que entiendo, Van, si no rompes con el sistema; el sistema, tarde o temprano, es el que te romperá a ti».