—Lárgate de aquí.
Exiges, sin elevar la voz, al compañero de cuarto de Van, que apenas se inmuta al verte. Sobre todo, con la máscara roja de tu hermano, colgando en una de tus tensas manos.
—No es necesario hacerlo.
Suspira, al dejar un libro abierto sobre el catre, para dirigirse hasta el escritorio de la angosta habitación.
En donde, desde el primer cajón, saca una libreta de cuero. La cual reconoces enseguida, y las manos te hormiguean de ansiedad, cuando él te la da.
—¿Tú sabías lo que pensaba hacer?
—Sospechaba —aclaro, al bajar la mirada, a la única pertenencia de Van—. Pero no lo creí factible, hasta que lo vimos al frente de la rebelión.
Un escalofrío te recorre el cuerpo, a la vez que aceptas la libreta con los pensamientos más profundos del que ahora sí, das por sentado, no conocías.
Incluso, las cartas que, a simple vista, sabes que no son todas tuyas, te dan la pista de que hubo más de un motivo por el cual avanzo en su plan.
No obstante, cuando levantas la mirada a tu superior, y te reflejas en sus pupilas celestes a través de la máscara bordó, cuestionas la razón por la cual Van se rindió a último momento.
—Como tú, no tengo la respuesta —dice, consternado—. Pero, supongo que tú tuviste que ver.
—¡¿De qué manera?! —Te enfadas, por la injusticia de la acusación—. Si para entonces, yo ya era parte de esta organización.
Te justificas, herido y decepcionado, en lo que el silencio de tu superior, se acopla a tu dolor.
—Imagino que todas esas repuestas, o algunas de ellas, al menos, deben estar en esa libreta.
Es todo lo que él puede asesorar, de pronto, arrepentido por no haber leído su contenido, en el momento en que Van se lo entregó con el recado de que te lo diera a ti.
—Perdón. —Pide él, y lo miras, desconcertado—. Si hubiera sido un poco más curioso y no tan confiado, podría haber evitado todo esto.
Concluye y, antes de poder analizar sus palabras, con un golpe amistoso en la espalda, te deja en la silenciosa habitación.
La cual inspeccionas con interés, sobre todo, en el catre superior que pronto será ocupado por los nuevos reclusos.
Allí, imaginas, Van debió pasar noches enteras a la espera de su venganza. Cuyos anhelos dejó escrito en varias páginas de la libreta.
Maltratos. Humillaciones. Desprecios y abusos, fueron las heridas que intentó curar con la rebelión, desde que el comandante se atrevió a quemar su hogar junto a su familia; a vulnerar la dignidad de Van, y sin misericordia, sacrificar a sus hermanos enfermos.
Odio, resentimiento, y culpa, llenaron su espíritu de un deseo por acabar con todo lo que le arrebato su humilde felicidad. Pues, el comandante, le dio la oportunidad de sobrevivir, y todo, porque su sentido de justicia, lo impulsó a enfrentarlo con un trozo de madera ardiendo.
—De allí, el uso de guantes —susurras de impresión, con una mano sobre tu máscara blanca—. ¿Por qué jamás te lo pregunté?
«Si hubiera sido un poco más curioso y no tan confiado, pude haber evitado todo esto». Las palabras de tu superior, ahora se vuelve tu percepción, en lo que lees el resto, mientras las emociones de Van, como una enredadera, te trepa hasta atrapar tu mente, cuerpo y corazón.
Este último órgano, incluso, te duele, cuando llegas a la primera vez que Van fue consciente de tu existencia.
Según él, no fue capaz de interferir. Sin embargo, algo en ti, aplacó el dolor que lo consumía por dentro.
Una dosis de bienestar que, con el tiempo, y a medida que interfirió en tu vida, fue superior a todo el odio que sentía por el orfanato y la organización.
Hasta el punto que creyó superar el pasado. No obstante, el reencuentro con el comandante, la falta de tu consuelo, y haber sido el ejecutor de su antecesor, fueron el pulso de muerte que lo llevó a su tan anhelado fin.
O eso es lo que comprendes, por el intercambio de cartas, con los que manejan las rebeliones.
Pero hay algo que no entiendes, y es por qué no decidió morir, después de destruir el mundo que impedía que naciera.
Para, en la parte trasera de tu última carta, en que expresaste tu deseo de que pasará tu décimo octavo cumpleaños con él, Van escribió:
«Para quien quiere nacer, y tiene que destruir un mundo, debe ser capaz de sacrificar hasta lo que más quiere… ¿Y yo, seré capaz de hacerlo, cuando nos enfrentemos, Aban?».
La respuesta siempre estuvo enfrente de ti, tan fácil de entender, pero que tu deseo se interpuso con el de él, y no lo pudiste ver.
Tal como fue la confrontación, tú de un bando y Van del otro, él no fue capaz de elegir su vida por la tuya.
Y en cuanto te quitas tu máscara, para dejarla sobre el escritorio, la observas. Pero ya no con el aprecio con que lo recibiste de sus manos. Si no con el repudio de haber sido la causa de su cobardía.
Por ti, y solo por ti, es que él, como el resto de difuntos fracasados, no fueron capaces de destruir lo que para otros es tan fácil de hacer.
Editado: 19.04.2025