Bajo la luna y estrellas, flechas volaron por el cielo, mientras los residentes en terrazas que golpeaban los temblores avisando del ataque de un monstruo en el internado. Las delgadas manos de la criatura destruir lo que estuviera a su paso, rasgando las paredes y aplastando desde toldos en el patio o personas que corrían.
Otros residentes, armados con lo que pudieron encontrar se abalanzaron contra la criatura. Una pala se hundió en la carne blanda, liberando un chorro de fluidos viscosos que salpicaron al atacante.
Tambaleante, el hombre intentó limpiar su rostro. En actos absurdos hasta que el pie del monstruo lo aplasto a la vista de otros.
— ¡Equipo de pelea! — se escuchó alrededor.
De un carro forjado con armas y un misil en el techo. Había un hombre fornido y musculoso sentado en una ventana, empuñaba un machete en mano.
— ¡Ahora! — grito.
Un misil voló directo al pecho del monstruo, empujándolo y rompiendo sus visibles huesos antes de que tropezara. El monstruo emitió un grito ensordecedor, un sonido gutural y aterrador que resonó en todos los rincones del internado. Sus ojos se volvieron hacia el equipo de pelea, llenos de furia y dolor.
Con una rapidez asombrosa, el monstruo se lanzó hacia ellos, sus manos enormes y ganchudas se alzaron en el aire. Los miembros del equipo apenas tuvieron tiempo de reaccionar antes de que el monstruo arremetiera. Un puño gigantesco cayó sobre ellos, aplastándolos.
Se hizo eco de los huesos rompiéndose. Tanto de los hombres y los huesos del monstruo.
Volvió a gritar, el dolor hizo juntar sus manos entre gruñidos.
Los residentes cercanos gritaron aterrorizados al ver la brutal escena. Sangre y vísceras se esparcieron por el suelo mientras el monstruo levantaba su puño, dejando atrás un carbón de carne triturada y restos humanos irreconocibles.
Todos corrían lejos del lugar, hasta que la enfermera dejó su toldo. Escondida detrás de las escaleras de hormigón, sentía el sacudir del suelo cada vez que el monstruo caminaba.
— ¡Otro monstruo! — escucho — ¡dijiste que nadie más se convertirá si es que matábamos a esas personas!
— ¡Olvídate de eso! El equipo de pelea tomó nuestro único escape.
Como un click, la enfermera abrió los ojos. Olvidándose por un segundo del monstruo y alzando su vista hacia los dos padres. Matias y Andres, apretaban la camisa del otro. En una simple pelea que dejaron atrás tras otro grito.
— ¡Padres por aquí! — dijo otra voz. De algunos adolescentes escondidos en los arbustos.
La enfermera los vio irse. Arrullando en las sombras de las escaleras, mientras una ira indescriptible abrumaba sus sentidos. Olvidándose por completo de los gritos, y reemplazando todo por la foto de la niña de cinco años.
— Lo sabía. Eli — susurró empezando a llorar.
En el patio. El monstruo alejaba las armas lanzadas, volteando a cada persona aterrada, hasta a un niño apretando a un niño más pequeño. Lamentándose entre sollozos hasta que un adulto se acercó, jalando de sus brazos cuando otro grito los aturdió. Y un impacto desde el cielo los empujó al suelo, mientras un gruñido animal se esparcia.
Una mancha oscura, aterrizó y aplastó la cabeza de la criatura. Ninguno de los tres lo podía ver, pero posiblemente era otro monstruo comiéndose al más grande.
— Corran rápido.
El adulto se llevó a los dos niños lejos de la escena y del sonido de alguien masticando.
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Por otro lado, entre la maleza casi rota del bosque, cinco serpientes bajaron del cuerpo de Katu ocultándose bajo tierra, mientras ella caminaba a los árboles rotos. Sin embargo, se detuvo cuando un gigantesco brillo golpeó el cielo.
Provenía de una grieta en el suelo. Se acercó confundida, sus garras regresaron a ser uñas, su palma brillo y sus ojos se pintaron en morados. Usó todas sus fuerzas en cerrar las líneas, suspirando con fuerza cada vez que la tierra se tejía hasta desaparecer. Sin embargo, un nuevo temblor la alarmó.
Sacudió toda la isla y de pronto, un segundo rayo estalló en el cielo. Empujo todas las nubes en un aro blanco, pintando el cielo en miles de grietas moradas y regresando el golpe a la tierra.
Katu se alzó por el cerro, viendo el rayo estallar en el sur del país. Su rostro se tornó cansado y demacrado, viendo como la piel de sus brazos se fragmentaba como escamas y caían al suelo.
— Aún no, la tierra debe respirar — pensó en voz alta y se sentó, volteando a ver hacia otra grieta — necesito a Kaia.
Cerró los ojos, recorriendo sus pasos, hasta donde la tierra, sus orejas y sus terrenos la dejen. Sin embargo, en el momento que estaba por llegar al edificio, algo la detuvo.
— Esa chica — siseo, con un gran enojo y ceño fruncido — ¿tiene un terreno? ¿DONDE DEMONIOS ESTA ILLAPA?
— Madre — dijo una de las serpientes — tampoco está pará ni waira.
« La tormenta eléctrica se avecina con vientos y lluvias. »
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Un pincel acarició la mejilla de Kaia.
— Quédate quieta, Campesina. Ya no hay gritos afuera, podemos continuar — decía Oliver con un pincel en manos y un envase de pintura azul vacía en mano.
Kaia tenía la cabeza gacha, débil y rendida. Viendo la inquietante sonrisa del chico que la veía como un lienzo.
Movió sus zapatos, esos que había robado de una vecina adinerada y que ahora tenía salpicaduras de pintura y sangre. Toda su ropa estaba rasgada, el cuello circular se había convertido en un profundo escote que mostraba un brasier deportivo; y por sus piernas y short, viajaban líneas de pintura. Ni siquiera sabía cuál era su sangre y cuál era de las mujeres muertas.
Solo sus cascos seguían intactos con algunas manchas en sus hombros. Agradeciendo con dolor que su hermosa bufanda regalada estaba al cuidado de Nathaniel.
— Nath … — susurró ella.
Estaba a punto de llorar cuando más pintura cayó sobre su rostro. Oliver rió, dando un paso atrás con una brocha de pared en mano y el cuchillo en otra, deleitándose con la expresión de desesperación en sus ojos grises. Para él, ella era su pintura de cuerpo entero.