Katu: La bruja de la isla

EPÍLOGO

— ¡LLEGAMOS A TIERRA! — grito aquel militar al frente de varias personas.

Los sobrevivientes de la isla— adultos exhaustos, un par de ancianos y niños — se liberaron de las sábanas que los cubrían, aturdidos pero aliviados, voltearon a una playa, donde un grupo de personas los esperaban.

Un grupo de personas de apariencia inusual. Los más jóvenes vestían ropa militar desgastada, mientras que los mayores llevaban cinturones donde colgaban armas, casi obsoletas en la era moderna. Aun así, su postura era firme y sus miradas, vigilantes. Un anciano de rostro sereno y arrugas profundas avanzó hacia el militar.

Tomó sus manos, en un apretón cálido.

—¿Cómo están mis hijos, mi esposa? —preguntó el militar con una mezcla de preocupación y esperanza en la voz.

—Ella es fuerte, y tus hijos están escondidos —respondió el anciano con una calma apacible que pareció aliviar el semblante del soldado.

—Gracias, curaca —respondió el militar, recobrando la compostura mientras volteaba hacia los demás sobrevivientes, ahora dispersos y observando el lugar.

Uno de los hombres de entre los sobrevivientes se adelantó y miró al anciano con cierta inquietud.

—¿Dónde estamos? —Rompió el silencio que reinaba entre los adultos.

El curaca miró uno por uno a los rostros cansados y confundidos de los recién llegados. Luego, asintió lentamente y esbozó una sonrisa serena mientras alzaba un poco las manos en señal de bienvenida.

— Huacho —anunció, pronunciando el nombre con un tono de paz y seguridad.

Los sobrevivientes intercambiaron miradas, confundidos, con un ligero toque de miedo todavía en sus rostros, incapaces de relajarse del todo. Solo los niños, libres ya del miedo a los monstruos, seguían gritando y saltando emocionados al ver que estaban a salvo. Hasta que el curaca se acercó.

—No hablemos del camino —dijo el curaca con suavidad, extendiendo una mano hacia uno de los niños— Aquí estarán bien, lo prometo. Van a vivir. Y sus heridas... —añadió, tomando con gentileza la pequeña mano entre las suyas y cerrándola con cuidado, dejando escapar un tenue brillo cálido— serán curadas.

En segundos, los niños sonrieron fascinados por la mano sin herida del tercero. El anciano les devolvió la sonrisa antes de volverse hacia sus hombres, retomando su semblante firme.

— ¡ESCUCHEN! —interrumpió en un grito— los más jóvenes, infiltrense y protejan a las personas. Los viejos del grupo B, protejan los terrenos santos y grupo A, iremos con los chamanes oscuros.

Finalmente, el curaca hizo una pausa, mirando a sus hombres. Entrecerró sus ojos con seriedad.

—Quienes sobrevivan, eduquen a nuestros niños. No dejemos que el equilibrio se rompa.




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