En una casa algo alejada del vecindario, se escuchaban ruidos que parecían ser de una pelea familiar. Los sonidos de gritos, llantos de dolor y otros ruidos angustiosos provenían de la casa más distante del vecindario. Los perros ladraban y rugían, sus nobles corazones llenos de horror y miedo ante esos gritos aterradores.
Este escenario podría ser común en algunas familias, ya sea por la necesidad de dinero o por problemas cotidianos.
¿De quién provenían los gritos? De mi madre, que yacía en el suelo, golpeada por las asquerosas e inmundas manos de mi padre.
Mi padre, un alcohólico que siempre se desquitaba con mi madre, trabajaba en un taller de autos y ganaba tan poco que le importaba un carajo si comíamos o no.
—Maldito mocoso... ¡¿Qué miras?! —gruñó.
Su mano grasienta y apestosa golpeó mi mejilla, pero nunca me aparté de mi madre.
—Tch...
La botella se estrelló contra la pared, rasgando mi mejilla en el acto.
—¡Si no hubieras nacido!
Ese hombre, porque ya no lo veía como mi padre, me golpeó en el abdomen, lanzándome contra la pared de una patada.
—Ugh... Ahh... Kuh... no... te atrevas...
Viendo que aquel hombre volvía a acercarse a mi madre, aproveché el momento para luchar por levantarme y rogarle que no le hiciera nada a ella.
—¡Maldito... eres un maldito! ¡Déjala!
Mi vista se volvió borrosa y mi conciencia se oscureció.
Cuando recobré la conciencia, sentí las cálidas lágrimas de mi madre caer en mi frente. Su llanto era tan triste y lamentable que no pude evitar querer consolarla.
—Lo... lo siento, Edo. Por mi culpa esto pasa... yo... yo... —dijo mi madre.
Mi madre se echaba la culpa de todo, incapaz de perdonarse el hecho de que su hijo pequeño la protegiera.
Viéndola desconsolada, no tuve más remedio que limpiar sus lágrimas y abrazarla, tratando de aliviar un poco su sufrimiento.
—Mamá, tú no tienes la culpa. Así que no llores... por favor.
Como el hermano menor y el único que vivía con ella, protegerla era algo obvio para mí.
Aun así, el tormento no terminó para nuestra familia.
Lamenté tanto no haber protegido a mi madre... lamenté no haber podido ser su escudo...
Pocos días después, mi padre, en un arranque de cólera, estranguló a mi madre y luego se disparó a sí mismo. Ahora, mi vida no tenía sentido.
***
Habían pasado tres años desde aquel día. Fui adoptado por mi hermana mayor, que estaba fuera del país. Ella y yo vivíamos en un pequeño apartamento. Me quería mucho, pero por su trabajo, pocas veces dormía en casa. Al final, siempre le dejaba la cena. Mi hermana se sentía culpable por no estar ahí... Ahora solo nos teníamos el uno al otro.
Ahora soy un estudiante de preparatoria, tengo 17 años. Al principio, todo fue bien; mis compañeros me recibieron amablemente. Pero luego, después del segundo mes, empecé a sufrir abusos de mis compañeros. Si me negaba a hacer lo que me pedían, me golpeaban cada vez que podían.
—Oye, ¿has oído eso? Los rumores sobre Kamazuki.
—¿Te refieres a Kamazuki Reiji? Ese tipo es lamentable, no puedo creer que tenga tanto miedo que se encierra en los baños a la hora del almuerzo... qué asco.
—Igual él también es una mierdita. ¿Quién querría comer junto a ese fracasado?
Las risas y burlas de algunos estudiantes eran el tema de discusión diariamente.
Este era mi día a día en la escuela: hablado por muchos, querido por nadie. Los profesores hacían la vista gorda cada vez que me veían. Decían cosas como "aguántate, ya eres un hombre". Así que eso hice, me aguanté.
Mi apariencia y forma de vestir influían mucho. Siempre me sentaba en el último asiento y mi cabello tapaba mis ojos. Quizás por eso se ensañaron conmigo.
Cansado de ser continuamente ridiculizado, trataba de ser lo más discreto posible, alejándome de los lugares concurridos y escondiéndome para evitar el abuso continuo. Aun así, era obligatorio asistir a clases, lo cual solo hinchaba más mi frustración y depresión.
Las clases habían terminado, por lo que rápidamente me fui del salón hacia mi hogar.
Al llegar a la salida de la escuela, me encontré con los mismos tipos que solían arruinarme la vida cada vez que podían.
El primero era un ikemen con el cabello teñido de rubio y una sonrisa burlona. Se acercaba seguido de dos chicos más que parecían ser sus lacayos.
—Oi, oi Kamazuki... No te vi en el almuerzo. ¿No me digas que te estabas escondiendo de mí? —dijo, parándose frente a mí, intentando intimidarme.
—¿Acaso no te dije que debías comprarme un pan yakisoba? ¿Qué mierda te pasa, eh?
Sin darme cuenta, fui rodeado por sus lacayos, que esbozaban una asquerosa sonrisa que hacía que mis tripas se contrajeran.
—¿Y-Yo... por qué tendría que hacerlo...? —respondí, temblando.
La expresión del ikemen se contrajo, no esperaba una respuesta tan desafiante.
—¿Ahh?! ¡¿Qué quieres decir, pedazo de mierda?! —gritó, dándoles la señal a sus lacayos para comenzar a golpearme.
Sabía muy bien lo que sucedería, así que me rendí sin mucho esfuerzo. No podía hacer absolutamente nada ante ellos.
Naturalmente, en una situación de desventaja de 3 contra 1, el resultado era claro.
Fui golpeado durante unos minutos hasta que mi cuerpo no pudo más, con mi ropa hecha un desastre. Finalmente, me arrastraron a un callejón.
No tuve tiempo siquiera de desmayarme, el dolor en mis articulaciones me mantenía despierto, aumentando mi sufrimiento y frustración.
—...Haha... ¿acaso esto... es mi castigo por ser débil? ... patético.
Solo podía reírme de mí mismo mientras respiraba con dificultad, mirando el cielo que se oscurecía lentamente.
Después de unos momentos, reuní fuerzas para revisar la hora en mi reloj.
—Hahaha... No quiero ir a casa... Nee-san se preocupará... no me queda de otra...
Me levanté después del tercer intento con dificultad. Sacudí el polvo y la suciedad de mi ropa y comencé a caminar hacia casa.
Editado: 15.06.2024