Estaba descansando en mi habitación después de un largo día en la escuela cuando la puerta principal fue golpeada con urgencia. Enseguida salí a la sala, no obstante, mamá ya había abierto la puerta en la que se encontraba Fabricio con una expresión que nada bueno presagiaba.
—Ada, lo…siento —dijo Fabricio con voz ahogada, su rostro reflejaba lo difícil que era para él decir aquello—. Ada, Fernando…él…ha fallecido —terminó de hablar.
Esas palabras cayeron sobre mí como bombas, que provocaron grandes explosiones en mi corazón. Era la única explicación para lo que estaba sintiendo ahora, porque el dolor que desgarraba mi corazón era tremendamente doloroso, tanto, que pensé que aquel órgano no soportaría tal agonía.
—¡¡¡¡Noooo!!!! —exclamó mamá con un grito ensordecedor, al tiempo que caía al suelo reflejando el dolor que yo sentía en ese mismo instante y que por alguna razón se mantenía estancado en mi interior.
Deseaba llorar tanto como lo hacía mi madre, gritar hasta quedarme sin voz, pero no podía, aún me encontraba en shock. Lo único que pude hacer fue arrodillarme junto a mi madre para abrazarla, ahora debía ser más fuerte para ser su apoyo en todo momento.
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La alarma sonó con el ruido de siempre y me giré con un gruñido, no tenía ningún deseo de levantarme. Los días posteriores al anuncio habían sido muy ajetreados en la Mansión Condelword. Varias personas de Kensington Hall habían venido a la mansión para tomar medidas para mí uniforme —aún no podía creer que iba a tener un uniforme a mi medida—, algunos funcionarios habían asistido para asuntos legales, e incluso, se había presentado la directora con un séquito de reporteros hambrientos por notificar cada paso en esta novedad. Los periódicos se habían llenado con imágenes mías anunciando todo lo que acontecía y algunos detalles de mi vida, lo poco que habían podido averiguar acerca de mí y el resto eran especulaciones, como solía suceder con la prensa amarillista. Mi madre, por otro lado, se había mantenido al margen de la situación, aunque en su rostro podía ver su gran descontento con la situación, lo que me entristecía grandemente, pero intentaba sofocar el mal ambiente con la emoción que sentía por estudiar en aquel lugar. Ya podía imaginarme recorriendo cada pasillo lleno de magia y pensar en ser como una princesa; eran pensamientos bobos, pero era mi sueño de niña, cuando mi padre me contaba historias plagadas de magia y hadas.
«Había una niña una vez …», recordar la dulce voz de mi padre era todo lo que me quedaba de él después de aquel accidente que había terminado con su vida.
Cuando la alarma volvió a sonar no tuve más opción que dejar mis fantasías y levantarme a duras penas.
La habitación que compartía con mi madre era sencilla, aunque acogedora, paredes blancas con algunos detalles de mariposas y flores plateadas. El suelo cubierto por un falso tapiz de madera y sobre este había una alfombra que se encontraba entre las camas. Además de dos camas individuales solo había un closet, una mesilla de noche y un espejo, y habíamos colgado algunos retratos en las paredes, así parecía más un hogar.
Después de colocarme el uniforme compuesto por una saya y pulóver azul con un delantal blanco, caminé por los sencillos pasillos del personal, que poco parecían pertenecer a aquella casa tan lujosa. Llegué a la cocina para ayudar a mamá con el desayuno de los señores y luego de tomar una tostada me puse en acción. Detestaba cuando me tocaba aquella labor, pues significaba que los ojos de la señora Luisa estarían sobre mí.
Me dirigí al comedor con algunos platos para colocarlos en la mesa blanca de seis puestos, adornada ya por las copas, platos y cubiertos colocados en una simetría perfecta. Este era enorme con paredes tapizadas con colores azules de tono pastel, ventanas con cortinas de seda cubriéndolas lo necesario para dejar pasar la luz solar y una lámpara de araña colgaba del techo.
—Deborah, cuando termines de traer los platos, te quedarás a atender a los señores —informó la señora Luisa, quien, desde la entrada de personal supervisaba cada detalle.
Hice un gesto de asentimiento y me marché a la cocina para buscar el resto de la comida. Después de unos minutos entraron en el comedor el Duque y la Duquesa de Condelword, y unos instantes más tarde llegó su hija mayor. El duque era un hombre de unos cuarenta años, de tez morena, con cabellos castaños y ojos amable, era una gran persona, me recordaba a mi padre; la duquesa, por otro lado, era bastante parecida a su esposo físicamente, sin embargo, era totalmente diferente en carácter, se trataba de una persona fría, malhumorada y que no soportaba errores, por ello la señora Luisa era tan exigente con la servidumbre; y Lady Andrea Fabiana Isabela Maura Calet, o Lady Fabiana, como todos solíamos llamarla, era una joven hermosa con cabellos castaños oscuros, ojos cafés y labios prominentes, además, poseía parte de cada uno de sus padres en cuanto a su carácter, pues solía ser amable, no obstante, le gustaba mantener distancia con todos, principalmente con las personas del servicio.
—Deborah, felicidades por tu entrada a Kensington Hall —dijo Lord Calet después de un rato de iniciado el desayuno mientras dirigía una amable sonrisa hacia mí.
—Gracias, milord —contesté con un asentimiento de la cabeza y una breve sonrisa.
Lady Fabiana también me felicitó con un “Felicidades” sencillo e impersonal, mientras que la matriarca de la familia sólo fue capaz de observarme de arriba abajo con desprecio y desaprobación. Estaba segura que ella era una de esas muchas personas que se encontraban en contra de la nueva proclama. Sin embargo, sabía que siempre habría alguien en contra de lo que se decía, las opiniones nunca serían las mismas para todos y lamentablemente algunos seres humanos se creían más que otros sólo por tener millones de papeles que llamaban dinero.