Y quiero que seas muy feliz.
Fueron las palabras de su padre antes de que ella soplara las velas de su pastel la noche anterior.
Diecisiete años recién cumplidos, y, su padre dejándola.
Aún no lo creía...
—¡Todo es tu culpa! —había dicho Barbara con furia dejando una bofetada fuerte en su mejilla al verla llegar al hospital.
No sabía lo que había pasado con exactitud. Solo lo que se rumoreaba. Decian que su padre había fallecido durante la madrugada luego de compartir con ella su cumpleaños. No lo creía.
La joven estaba pasmada con lágrimas cayendo por sus mejillas sin control, miles de recuerdos pasaban por su cabeza en ese momento.
Él, su ángel guardián. El hombre que no solo cuidó de ella, sino que también la quiso como una verdadera hija. Ya no estaba.
Y un hueco dentro de ella empezó a tragarla lentamente. ¿Cómo superaría eso? ¿Podría?
—Gracias a ti, supe que nosotros no elegimos ser padres, ustedes son quiénes nos escojen. —le había dicho con una sonrisa enorme mientras ella tomaba fuertemente las riendas del caballo. —Nunca dudes que eres mi hija, por más cosas que puedan llegar a decirte.
Y es que ese mismo día Baran le escribió por toda su habitación que no era una Sandemetrio y que jamás lo sería y ella no aguanto las lágrimas al verlo. Por su parte Bárbara la llamó manipuladora ante el acto. Pero ahí estaba su padre, diciéndole que todo estaba bien.
—Papá. —dijo ella con dulzura sonriendo ampliamente.
Era su recuerdo más claro, porque eran las palabras más reales que pudo llegar a escuchar. Y ahora, toda su vida se desaparecía lentamente.
Acassia lloraba de forma desesperada en el suelo del hospital. Caras conocidas, como empleados de la hacienda se veían destrozados en el lugar y Bárbara, gritaba sin ningún pudor la muerte de su marido. El dato se esparció muy rápido. Era pueblo pequeño y todos se conocían, a parte el nombre de Sandemetrio no era de callar.
Había muerto uno importante, y todos estaban a la deriva.
Y claro que se hizo notar, muy claro en realidad, ya que no había pasado ni un día cuando Bárbara llamó al abogado de Brandon con intenciones obvias.
Brandon aún no era enterrado, Baran no había llegado de la ciudad y ni eso a ella parecía importarle, estaba claro su objetivo y no le importaba quien dijera algo al respecto.
Solo lloraba, no podía pensar en nada más. No podía ver nada más. Él, su padre, ya no estaba. Y una soledad enorme la invadió.
Miraba el lago con gran tristeza. Recordaba momento compartidos en ese mismo lugar junto él. Lo recordaba tan claro, tan real. Lágrimas caían una tras otra haciéndo juego con el agua cristalina del lugar. Nunca te preparan para una pérdida, nunca te espera algo similar.
Lo más triste era que en su memoria estaba muy clara otra pérdida de su vida. Solo que, tristemente había querido olvidarla. Pero en esas circunstancias el pasado volvía con más fuerza que antes para hacerte frente y verte sufrir, porque estaba más que claro que era lo que pretendía.
—¡Mamá! —gritó con fuerza una niña a la puerta del hospital. —¡Mamá por favor!
Su piel se había puesto de gallina al recordarlo. Y más lágrimas inundaron su rostro a la vez que su respiración se volvía pesada a tal punto que le costaba respirar. Sentía un dolor de cabeza enorme y como su visión de nublaba a la vez que su pecho se cerraba por completo. Se desmayaria en cualquier momento.
—Tranquila, tranquila. —escuchaba a lo lejos pero sentía un cuerpo cerca de ella, muy cerca. La estaban abrazándo y ella no podía moverse. —Todo va a estar bien, tranquila. —le susurraban al oído una y otra vez, pero lo menos que lograba era calmarse.
Sin embrago, la visión cambió por completo cuando el ser que pretendía tranquilizarla voló lejos de ella en un segundo. El pánico la consumió por completo. Y todo pasó muy rápido.
Marcelo, era Marcelo quién la había estado consolando, pero ahora estaba siendo golpeado de manera dolorosa por un Baran envuelto en una rabia total, y ella, no podía dejar de llorar.
—¡Mi padre muere y tu te revuelcas con este imbécil! —gritó con furia tomando al joven con tanta fuerza que por primera vez nadie lo reconocía.