Killers CafÉ +21

CAPÍTULO 5

 

Ese sueño, ese maldito sueño otra vez... Ese sujeto no para de fastidiarme. Ojalá esté ardiendo en el infierno, maldito terrorista.

¡Oh, mi cabeza! Esta migraña no la soporto. Necesito mis pastillas, ¿dónde puse esas putas pastillas?

Ah, gracias, amigo, no sé qué mierda haría sin vos. Gato psicótico, ¿en qué momento dejé que te apoderaras de esta casa?... Bastardo —pronuncia mientras acaricia la cabeza del felino.

Mierda. Necesito recostarme un poco. Siento que mi puta cabeza está a punto de estallar —pronuncia mientras toma sus pastillas.

Vení acá, Ángelo; recostate un rato con tu padre.

Ay, Ángelo, esta vez me costó un poco más salirme de ese puto sueño. Juro por Jesucristo nuestro señor que a ese sujeto lo vi solamente una vez en toda mi miserable vida. Lo conocí el mismo día que a Nastia Caballero, mi primera víctima.

17 de marzo de 1992

Ese martes me encontraba bebiendo una botella de cerveza de la marca Bieckert, en el barrio Retiro Provincia, de Buenos Aires; me encontraba a un par de cuadras de la embajada de Israel. Estaba muy fastidioso porque una perra inmunda no me había querido vender un paquete de cigarrillos, por ser menor de edad. Para colmo, su hija bastarda me miró a los ojos de forma impertinente y me dijo: "Las niñas no pueden fumar". Mocosa inmunda, una desgraciada más que se dejaba llevar por mi maldito andrógino.

Eso me había puesto de muy mal humor... Caminé un par de cuadras, buscando algún que otro kiosco para poder comprar mis cigarrillos; en verdad necesitaba fumar. Por fortuna encontré otro kiosco... me quedé parado unos tres minutos antes de tocar el timbre, pues tenía el presentimiento de que ahí tampoco me iban a querer vender los putos cigarrillos, pero, para mi suerte, me había topado con un indigente, quien entre llantos y súplicas, me pedía algo para comer, porque según él, hacia tres días que no comía, y vaya que le creí; el tipo se veía fatal. Le comenté que yo también tenía necesidades, que en ese momento tenía la necesidad de fumar, pero que nadie me quería dar cigarrillos por no ser un adulto. Saqué un sándwich de milanesa que llevaba en mi mochila y lo pasé por la nariz del viejo zaparrastroso; no obstante, le dije que el sándwich de milanesas iba a ser suyo sólo cuando regresase con mi Marlboro de 20; le dije que en esta vida nada es gratis. El viejo, desesperado, tomó el dinero de mi mano y tocó el timbre del kiosco, pidió un Marlboro de 20 y me lo llevó; tuve que esperar un par de minutos, ya que el viejo apestoso era un maldito discapacitado y su pierna coja le impedía moverse con normalidad. Cuando regresó con mi paquete de cigarrillos, yo ya me había comido la mitad del sándwich.

Le pregunté que si lo quería igual y me dijo que sí. Tomé mi paquete de cigarrillos, le di otro mordisco a mi sándwich y se lo di.

Cuando estaba regresando, volví a ver a esa perra y a su bastarda. Estaban riéndose como dos coperas de prostíbulo; de seguro se estaban riendo de mí las perras arrastradas. Detuve mi auto y, no sé por qué, pero en ese momento sentí la necesidad de quedarme en ese lugar. Después de una hora y media, vi salir a la pequeña bastarda con una bolsa de tela para mandados de color roja y azul, la misma que usaba mi madre para ir a la feria de los domingos. Corrí hacia el engendro y le hablé:

—¿Vos también estás haciendo mandados?

La niña volteó y me dijo:

—Ay, niña, casi me matas del susto. Sí, voy a comprar unas manzanas y unas naranjas; mamá me va a preparar una ensalada de frutas, pues mañana es mi cumpleaños.

—¿En serio mañana es tu cumpleaños? —le dije haciéndome el sorprendido.

—¡Sí! —respondió risueña—. Si quieres te invito, pero sólo si dejas de pedir cigarrillos; eso es malo y mata.

—De acuerdo, niña, lo que tú digas —respondí con sarcasmo—. Pero lo haré sólo si tú vienes hoy  a mi cumpleaños.

—¿Hoy es tu cumpleaños? —me preguntó con asombro.

—Sí, niña. ¿Cómo es tu nombre?

—Nastia, me llamo Nastia, como mi abuelita que está en el cielo. ¿Y tú cómo te llamas?

—María, me llamo María, como la madre de Jesucristo.

—Qué bonito nombre.

—Gracias, Nastia. Decime, ¿te gustan las muñecas? Porque en casa tengo muchas.

—¡Sí, me encantan! —responde eufórica—. También me gustan las princesas.

—Mira qué casualidad, Nastia. Hoy a mi cumpleaños van a asistir muchas princesas, como por ejemplo, Blancanieves, ¿te gusta Blancanieves?

—¿Que si me gusta? ¡Es mi favorita!

—Bueno, si es así, entonces ven, sube a mi auto y vamos a mi casa. ¿Quién te dice que cuando lleguemos ya están las princesas?

—Pero ¿tú no eres muy niña para manejar? Además, mamá no me dio permiso para ir.

—Por eso no te preocupes. Yo invité a tu mamá por teléfono y me dijo que te deja ir; luego te irá a buscar. Y sí, soy una niña, una niña que aprendió a manejar con la ayuda del señor Jesús. Tú crees en Jesús, ¿verdad?

—Sí, por supuesto; él jamás nos abandona.

—Así es —dije con una sonrisa—. Entonces, Nastia, ¿venís a mi cumple sí o no?

—Pero ¿y las frutas?

—No te preocupes, niña, las compramos en el camino. Vamos, que las princesas y las golosinas nos están esperando.

La niña dudó por unos minutos, pero luego entró a mi coche.

No te imaginas, Ángelo, lo nervioso que me encontraba en ese momento. No sabía cómo mierda había llegado a esa situación, pero no me podía detener, ya era demasiado tarde.

Me detuve en dos ocasiones para comprar dulces, frutas y globos. Luego me dirigí a Morón, zona oeste, rumbo a uno de los terrenos baldíos de mi padre.

Me temblaban las piernas. La niña se había quedado dormida. Respiré profundo y comencé a observarla. Nastia era una niña muy hermosa; tenía el cabello largo, era pelirroja de ojos color miel, y además, lucía impecable; ese día llevaba una pollera acuadrille, una remera del Rey León, unos zapatos blancos de hebilla y medias de puntillas, también de color blanco. Pero su perfume... Dios, ese perfume me había hecho salir de control. Esa asquerosa bastarda olía exactamente igual que ella, igual que ese maldito engendro.




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