Kiseki Angels Or Demons - Las Sombras de la Muerte

PROLOGO - Cacería

La oscuridad era tan densa que parecía devorar la luz.
El aire, húmedo y cargado de óxido, olía a sangre y metal viejo. Kiseki corría por un estrecho túnel de roca, con los pulmones ardiendo y el corazón golpeándole las costillas. A varios metros sobre su cabeza, muy lejos de ese infierno, la humanidad vivía rodeada de tecnología brillante y perfecta... pero allí abajo, en las profundidades olvidadas de la tierra, todo era distinto.
Aquí, la tecnología parecía estancada en una época extraña, como si el tiempo se hubiera torcido: cables enredados como raíces, máquinas oxidadas con mecanismos de relojería y engranajes chirriantes, y luces intermitentes que parecían más antorchas que bombillas.

Un rugido metálico retumbó por el túnel, tan cercano que la roca vibró bajo sus pies.
Kiseki no se atrevió a mirar atrás.
Sabía lo que venía: los perros mecánicos.

Eran criaturas antinaturales, amalgamas de hierro oxidado y carne podrida, con armaduras remachadas como si hubiesen sido forjadas por un herrero medieval y al mismo tiempo ensambladas por una máquina futurista. Sus patas se movían con un sonido seco, como espadas chocando, y sus fauces, ensangrentadas, destrozaban todo a su paso.
No cazaban por hambre, sino por un programa antiguo que nadie entendía, uno que solo tenía un objetivo: capturar a Kiseki.

Detrás de él, los gritos se mezclaban con el sonido de huesos quebrándose.
Una mujer cayó delante de Kiseki, tropezando mientras intentaba huir. Antes de que él pudiera detenerse, uno de los perros la alcanzó.
Su mandíbula se cerró con un chasquido seco, y la sangre caliente salpicó el rostro de Kiseki.
El chillido fue breve, ahogado por el sonido del cráneo al romperse.

—¡No! —gritó, retrocediendo, pero sus piernas siguieron corriendo por instinto.
No podía detenerse. No podía salvar a nadie.

El túnel se ensanchó de repente, revelando una cámara subterránea iluminada por luces parpadeantes. Viejas pantallas de cristal proyectaban datos incomprensibles mientras tuberías goteaban un líquido negruzco.
El lugar parecía un laboratorio abandonado... o un santuario profanado.

Kiseki se deslizó por el suelo, tropezando sobre los restos de maquinaria y cuerpos esparcidos.
Personas que habían intentado resistir, ahora reducidas a pedazos.
El aire estaba cargado de un olor insoportable, mezcla de óxido y carne quemada.

Otro rugido metálico resonó detrás de él.
El grupo de perros irrumpió en la cámara, sus ojos brillando con un rojo enfermizo.
Avanzaban destrozando todo: maquinaria, huesos, cuerpos aún tibios.
Uno de ellos pisó el torso de un hombre, hundiendo sus garras hasta partirlo en dos con un crujido nauseabundo.
Kiseki sintió que su estómago se revolvía, pero no podía dejar que el miedo lo paralizara.

"Corre, corre, no mires atrás..."
Era el único pensamiento que lo mantenía en pie.

Una puerta vieja, casi oculta entre las sombras, apareció a su izquierda.
No parecía segura: estaba hecha de metal corroído, con runas extrañas grabadas en su superficie.
Sin pensar, Kiseki la empujó con todas sus fuerzas.
La puerta cedió con un gemido, revelando una grieta estrecha que descendía aún más hacia las profundidades.
Se lanzó dentro justo cuando los perros saltaron hacia él, sus fauces chocando contra el marco de la puerta con un ruido ensordecedor.

Rodó por un tobogán de roca y metal, raspándose los brazos y piernas, hasta que cayó en un pequeño túnel donde apenas podía arrastrarse.
Detrás de él, los ladridos y golpes se fueron apagando, pero no desaparecieron del todo.
Sabía que esas cosas no se detenían nunca.

Mientras avanzaba a gatas, con la respiración entrecortada, una idea comenzó a tomar forma en su mente.
Era la misma sensación que había tenido antes: durante accidentes, incendios, incluso cuando estuvo en medio de una explosión meses atrás.
Siempre había escapado. Siempre había salido ileso.
Como si algo invisible lo protegiera... pero cada vez, alguien más había muerto.

La imagen de la mujer devorada por los perros lo golpeó con fuerza.
Recordó otros rostros, otros gritos, otras tragedias en las que él había sido el único sobreviviente.
Sus labios temblaron mientras susurraba, intentando convencerse:
—Solo fueron coincidencias... eso es todo... coincidencias...

Pero en el fondo, Kiseki sabía que no era así.
Cada paso que daba, cada decisión que lo mantenía con vida, parecía arrancarle la existencia a alguien más.
Un precio que nunca había querido pagar... pero que siempre se cobraba.

Finalmente, el túnel desembocó en una pequeña cámara circular.
En el centro, había un charco de agua oscura que reflejaba la tenue luz de hongos bioluminiscentes.
Kiseki se desplomó de rodillas, jadeando.
Por primera vez desde que comenzó la persecución, se permitió respirar.

Fue entonces cuando lo comprendió.
Ese mundo subterráneo, esa cacería, ese patrón cruel que lo había perseguido toda su vida...
Nada era un accidente.

Esa noche, entendió que sobrevivir no era un milagro, sino una condena.
Y que, para seguir viviendo, tendría que aceptar una verdad terrible:
cada vida que se salvaba a su alrededor tenía que ser pagada con sangre.

Mientras las sombras se movían alrededor de la cámara, Kiseki se levantó lentamente.
Su rostro estaba cubierto de lágrimas y sangre ajena, pero sus ojos brillaban con una mezcla de miedo y determinación.
A lo lejos, los perros mecánicos aullaron, anunciando que la caza continuaba.

Esa noche, comprendió que sobrevivir significaba convertirse en verdugo.




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