Era el año 2135.
La humanidad había alcanzado un nivel tecnológico sin precedentes: ciudades con rascacielos cubiertos de hologramas, androides caminando entre nosotros y enfermedades que eran cosa del pasado.
Todo parecía perfecto... al menos en la superficie.
Niños y jóvenes jugaban con dispositivos holográficos mientras las familias disfrutaban de una vida próspera.
La tasa de homicidios y mortalidad había disminuido drásticamente gracias a la vigilancia constante de robots repartidos por cada rincón de la ciudad.
Se habían erradicado todas las enfermedades conocidas y, con los avances más recientes, la inmortalidad era posible... aunque solo para los más ricos y poderosos.
Con tanto progreso, la fe en lo divino se desvaneció casi por completo.
Ahora, la ciencia lo era todo, y Dios era apenas un mito olvidado.
Yo era Kiseki, un chico de 14 años.
Siempre me consideraron amable, servicial y brillante. Destacaba en todo lo que hacía y obtenía las mejores calificaciones.
Un chico ejemplar...
Pero también extraño.
Había algo en mí, una especie de aura misteriosa que, tarde o temprano, terminaba alejando a quienes me rodeaban.
Podía sentirlo: las sonrisas eran fingidas, las miradas incómodas.
Esa sensación de rechazo me perseguía constantemente.
"¿Por qué siempre me pasa esto? Solo quiero ayudar, pero... siempre terminan alejándose."
Mientras caminaba hacia la escuela, mi mente se llenó de recuerdos inquietantes:
Accidentes en los que debería haber salido herido, pero de alguna manera, siempre salía ileso.
Como si algo invisible me protegiera.
Sacudí la cabeza con fuerza, intentando deshacerme de esas ideas.
Apreté el puño sobre mi pecho y me obligué a pensar en voz baja:
—Debe ser solo mi imaginación... —susurré—.
Es suerte. ¡Sí, solo eso! Tiene que serlo.
Esa mañana me desperté tarde, como siempre.
Salí a toda prisa, sin desayunar, dejando a mi abuela con el plato servido sobre la mesa.
No podía arriesgarme a llegar tarde otra vez: el profesor ya me había reprendido varias veces, y una falta más podría significar un castigo severo... incluso la expulsión.
Era irónico: podía resolver los problemas más complejos en clase, pero jamás vencer mi legendaria habilidad para quedarme dormido.
En la parada del transporte, me quedé esperando con los audífonos colgando de mi cuello.
Hasta ese momento, mi día había sido bastante bueno: un examen superado con éxito, risas con mis amigos e incluso una breve charla con la chica que me gustaba.
Pero había algo...
Una sensación extraña, casi imperceptible, que había rondado mi mente todo el día.
Decidí ignorarla.
Hasta que ocurrió.
Por el rabillo del ojo, noté un movimiento brusco.
Me giré instintivamente... y mi corazón se detuvo.
Un revólver apuntaba directo a mi frente.
El mundo pareció congelarse.
Fragmentos de mi vida pasaron ante mis ojos: las risas de mi infancia, mi primera bicicleta, promesas rotas, sueños incompletos.
"¿Por qué yo? ¿Cómo terminó así un chico tan normal...?"
El disparo resonó.
Pero en lugar de sentir el impacto, vi lo imposible:
El casquillo se trabó y el arma explotó hacia atrás, hiriendo gravemente al atacante, quien cayó al suelo sin emitir un solo sonido.
El silencio que siguió fue absoluto.
Todos quedaron inmóviles.
Hasta que un grito desgarrador rompió la quietud.
—¡AAAAAHHHHHH! —gritó una chica cercana, con los ojos desorbitados.
Yo temblaba, incapaz de comprender lo sucedido.
No había duda: algo me había protegido.
"Esto no fue una coincidencia... ¿qué me está pasando?"
Recuerdos recientes me golpearon con fuerza:
El coche que frenó justo antes de atropellarme.
La maceta que cayó desde un balcón, rompiéndose a centímetros de mi cabeza.
El accidente en la escuela donde todos resultaron heridos... menos yo.
"Tres veces... son demasiadas para llamarlo suerte."
Un escalofrío recorrió mi espalda.
Y entonces, en algún lugar lejano, algo despertó.
Una sombra informe, oscura y retorcida, emergió lentamente.
Adoptó la vaga forma de una gran "X", con un único ojo brillante que todo lo observaba.
Nadie podía percibirla.
Ni siquiera yo.
Pero estaba allí.
En lo más profundo de mi ser, lo supe:
No estaba solo.
Y aquello que me había salvado... no me dejaría escapar tan fácilmente.
Más tarde, mientras caminaba de regreso a casa, aún confundido por lo ocurrido, noté que las calles estaban más silenciosas de lo normal.
Cada sombra me provocaba un malestar difícil de describir.
Entonces, una voz suave interrumpió mis pensamientos.
—Oye... ¿estás bien? —preguntó una chica.
Me giré, sorprendido.
Era alguien que nunca había notado antes.
Tenía el cabello gris y liso, con un par de mechones cayendo sobre sus ojos.
Su mirada era fría, pero su voz tenía una calma inquietante.
Era conocida en la escuela por no relacionarse con nadie: llegaba, cumplía con lo que pedía la profesora y desaparecía sin más.
—Eh... yo... sí, estoy bien, creo —respondí, nervioso—.
¿Tú viste... lo que pasó?
Ella asintió lentamente, con una mezcla de seriedad y preocupación.
—Sí, lo vi todo... y todavía no puedo creerlo —susurró—.
Pero no es la primera vez que suceden cosas extrañas a tu alrededor, ¿cierto?
Mis ojos se abrieron como platos.
—¿Cómo sabes eso? ¿Quién eres?
Guardó silencio unos segundos antes de responder, como si estuviera decidiendo si confiar en mí.
Finalmente, habló:
—Soy Lucy. Un gusto conocerte, Kiseki.
Me quedé atónito mientras ella continuaba, esta vez con un tono más serio.
—No eres el único que experimenta este tipo de cosas.
A mí también me suceden eventos extraños... coincidencias imposibles.
Pero tranquilo, tarde o temprano entenderás qué significa todo esto.
Por ahora... solo cuídate.
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Editado: 16.09.2025