El sol de la mañana se asomó sobre la aldea, trayendo consigo el aroma a humo de las fogatas y el sonido de las voces tranquilas. El miedo de la noche anterior había desaparecido. El jefe de la aldea, el padre de Mbali, se inclinó ante Kobo, con una expresión de profunda gratitud. Los aldeanos, antes temerosos, lo miraron con asombro y respeto, y los niños le llevaron frutas y miel, gestos de aprecio que Kobo aceptó con una ternura que sorprendió a todos.
La aldea se había abierto para él, un lugar donde, por primera vez, no era un fugitivo, sino un miembro de la comunidad. Las puertas que antes le habían sido cerradas con cadenas, ahora estaban abiertas, y Kobo se sentía seguro por primera vez en mucho tiempo.
Mbali se le acercó, con una sonrisa que iluminaba su rostro. "Te dije que verían la verdad", dijo, mientras le acariciaba el pelaje. El vínculo que los unía era ahora mucho más fuerte que antes, sellado por la confianza y la valentía.
Mientras los aldeanos reparaban sus hogares y sanaban a los heridos, un silencio se apoderó de Kobo. El gorila, de repente, levantó la cabeza. El olor a miedo y hostilidad, tan familiar, estaba de regreso. Un hombre se arrastraba por la selva, con el rostro cubierto de polvo y sangre, el mismo cazador furtivo que había huido de él. Su mirada no era de pánico, sino de venganza.
El cazador, al ver a Kobo, se detuvo, y en lugar de huir, le dedicó una sonrisa llena de maldad. Un grupo de hombres, escondidos en la maleza, lo miraban, con un rifle en la mano. El líder era el hermano del cazador furtivo, un hombre conocido en los alrededores, Goro. Sus ojos eran fríos, llenos de una ambición que iba más allá del dinero. La voz de Goro resonó en el aire: "Hemos vuelto, bestia. Pero esta vez, no será tan fácil."
Kobo se tensó, con sus nudillos rozando el suelo, sus ojos fijos en la nueva amenaza. La paz había durado poco. La aldea que había luchado tanto por proteger ahora se enfrentaba a un peligro más grande que el anterior, y el gorila se preparó para defender su hogar. El grito de Goro se sintió como una declaración de guerra. El jefe de la aldea, al ver al gorila tenso y a los cazadores que se acercaban, gritó la orden de cerrar la puerta. El pánico se apoderó de los aldeanos. Algunos corrieron, mientras que otros se armaron, listos para defender su hogar.
Kobo se mantuvo firme, no se movió, sus ojos fijos en la figura de Goro. Esta vez no se enfrentaba a un simple cazador, sino a un enemigo astuto y peligroso. El gorila sintió una nueva oleada de ira, una furia que no era solo por él mismo, sino por la gente que lo había aceptado.
Mbali, desafiando el miedo, se colocó al lado de Kobo. "Lo sé, Mbali", le dijo, con una expresión de dolor. "Pero no debemos rendirnos. Confíen en Kobo. Él nos protegerá". El jefe, al escuchar la voz de su hija, vio la determinación en sus ojos. Se detuvo, y en lugar de huir, le dio una orden a sus hombres: "¡Prepárense para la batalla! ¡Defiendan a Kobo!"
Con esta nueva confianza, los aldeanos se quedaron. Kobo, viendo la valentía de sus amigos, se lanzó, no con ira, sino con una táctica de defensa. Se movió con la agilidad y la gracia que solo podía tener un gorila de su tamaño, y se colocó entre la aldea y los cazadores de Goro, un muro de pelaje y músculos.
Goro, viendo la unión de los aldeanos, se enfureció. "Idiotas", murmuró. "Ustedes morirán por una bestia". Goro le ordenó a sus hombres que atacaran, pero en lugar de usar rifles, les ordenó que usaran arpones con cuerdas de metal, una nueva y brutal arma que se había utilizado para capturar gorilas. Los cazadores lanzaron sus arpones, pero Kobo se movió con rapidez, esquivando cada disparo. Sin embargo, no pudo evitar todas las trampas, y las cuerdas se enredaron en sus brazos y piernas, deteniéndolo.
Goro se acercó, con una sonrisa de victoria en el rostro, su rifle apuntando a la cabeza de Kobo. "Te tengo", le dijo, con una voz llena de maldad.
Pero Goro había subestimado a su oponente. Kobo, con la fuerza de la rabia, arrancó las cuerdas de su cuerpo. La batalla se había intensificado, y la aldea y el gorila se enfrentaban a su mayor desafío. El sol se estaba ocultando y el futuro de la aldea estaba en juego. Con un rugido de pura furia, Kobo se liberó de las cuerdas, los pedazos de metal cayendo a su alrededor. El rugido resonó en la selva, un grito que le hizo saber a Goro que había subestimado a la bestia. Goro, en su pánico, disparó su rifle, pero el proyectil no hizo más que rozar el hombro de Kobo. El gorila ya no se movía por el miedo, sino por la furia.
El resto de los cazadores, con la cara pálida por el terror, se prepararon para un ataque, pero los aldeanos, que habían visto la increíble fuerza de Kobo, se unieron a la batalla. Los hombres de la aldea, armados con lanzas y palos, se lanzaron contra los cazadores de Goro, obligándolos a retroceder. Mbali, armada con un bastón, golpeó al cazador que había intentado dispararle a Kobo.
La batalla entre la aldea y los cazadores furtivos era un torbellino de gritos y ruidos. Kobo se lanzó, no para herir, sino para desarmar. Golpeaba los rifles con una fuerza descomunal, dejándolos inútiles. Los cazadores, al ver a sus armas destrozadas y a los aldeanos de la selva atacándolos, corrieron, dejando a Goro y su grupo solos.
Goro, al ver a sus hombres correr, gritó con frustración. Estaba solo, cara a cara con la criatura que había jurado destruir. Kobo se paró frente a él, una imponente figura que se alzaba sobre el hombre. Goro, en su desesperación, sacó un cuchillo, pero Kobo, con un golpe rápido, lo desarmó y lo arrojó a la distancia. Goro, finalmente, sucumbió al miedo. Corrió por su vida, perdiéndose en la densa selva, un hombre derrotado y humillado.
Con la derrota de Goro, la aldea se llenó de júbilo. No solo habían sobrevivido, sino que habían luchado juntos, hombro con hombro, con su guardián. El jefe de la aldea se acercó a Kobo, con una expresión de gratitud. El gorila ya no era una criatura de miedo, sino un miembro de su familia. El jefe se inclinó.
"Gracias, guardián", dijo. "Nos has salvado. La aldea es tu hogar, ahora".
Kobo miró al jefe, y luego a Mbali, quien le sonrió, y por primera vez en su vida, sintió que había encontrado un lugar al cual pertenecer. La paz era frágil, pero la confianza y la amistad eran fuertes.
La vida en la aldea se había adaptado a la presencia de Kobo. El gorila gigante ya no se escondía en la selva; ahora se sentaba en el límite del poblado, observando a los niños jugar y a las mujeres recoger los cultivos. Su presencia infundía una sensación de paz que la aldea nunca había conocido. Por las tardes, Mbali se sentaba con Kobo. Ella le cantaba canciones de su gente y le contaba las historias que había escuchado de los ancianos.
Un día, Mbali notó que una de las plantas que crecían cerca del arroyo se estaba marchitando. La sequía había llegado, y las fuentes de agua se estaban secando, un presagio sombrío para la aldea. Los ancianos realizaron el ritual de la "Plegaria del Sol" para que la lluvia regresara, pero la sequía persistió. Los animales de la selva también sufrían, y la caza se volvía cada vez más difícil.
Mientras la aldea luchaba con la sequía, una sombra acechaba en la distancia. En una gran ciudad, un coleccionista de animales exóticos y un líder de un sindicato de cazadores furtivos llamado Silas, había oído los rumores de un gorila gigante que no era solo una bestia, sino un protector. Los rumores de un gorila tan grande, y tan inteligente, que defendía a una aldea entera eran un tesoro para un hombre como Silas.
Silas era un hombre frío y calculador. A diferencia de Goro, él no buscaba la venganza. Quería capturar a Kobo vivo y venderlo al mejor postor. Quería usar la historia de Kobo a su favor, para ganar millones.
Silas y sus hombres llegaron a la selva en helicópteros, sus planes eran complejos y no usaban la fuerza. Se hicieron pasar por científicos, usando trampas que parecían herramientas de investigación. El peligro, esta vez, no sería una confrontación, sino un engaño. La amenaza de Silas se cernía sobre la aldea, una amenaza que no conocía la piedad ni la lealtad.
La aldea, distraída por la sequía, no se dio cuenta del peligro que se acercaba. Kobo y Mbali eran los únicos que sentían que algo andaba mal, pero no podían descifrar la razón. La paz que la aldea había encontrado estaba a punto de ser destruida, y esta vez, se enfrentarían a un enemigo más grande, inteligente y peligroso que el anterior. El calor y la deshidratación se cernían sobre la aldea. Las hojas de las plantas, que una vez habían sido de un verde vibrante, ahora se estaban marchitando. La sequía era la preocupación principal de los aldeanos, y estaban desesperados por encontrar una solución. Fue entonces que Silas y su equipo, vestidos de blanco, aparecieron en el poblado. Silas, con una sonrisa tranquilizadora, le tendió la mano al jefe.
"Mi nombre es Silas", dijo en un español fluido, aunque con un acento extranjero. "Soy un científico, y hemos venido a estudiar la flora y la fauna. Vemos que tienen un problema con la sequía. Quizá podamos ayudarles".
Los aldeanos dudaron al principio, pero la desesperación se apoderó de ellos. El jefe de la aldea, movido por el instinto de proteger a su gente, aceptó la oferta. Kobo, por su parte, se mantuvo en la distancia, observando con sus ojos perspicaces. A pesar de las ropas y las palabras tranquilizadoras, su olor le traía una sensación de peligro, un hedor a ambición y a maldad que lo llenaba de sospecha.
Mbali, a su lado, sintió la misma inquietud. Mientras los hombres de Silas desplegaban extrañas máquinas, Mbali se acercó al científico. "Esas no parecen herramientas de investigación", le dijo, con una voz llena de desconfianza. Silas se rio con condescendencia. "Son solo para estudiar el suelo, niña. Nos ayudarán a encontrar agua". Pero Kobo y Mbali eran los únicos que veían las redes, los arpones y las trampas escondidas entre las "herramientas científicas".
Silas ofreció una solución a la sequía: su "equipo de perforación" podía llegar a las aguas subterráneas, y solo tenían que mover una de las rocas sagradas de la aldea para colocarlo. La roca era un símbolo de la unidad de la aldea, y moverla sería un gran problema. Mbali, aterrorizada, le suplicó a su padre que no lo hiciera.
"Padre, por favor, no confíes en este hombre. Sus ojos son fríos, y su corazón, oscuro. Kobo y yo hemos visto sus trampas", le dijo. Pero el jefe, abrumado por la desesperación de su gente, no la escuchó. "Si podemos encontrar agua, ¿qué importa una roca?", dijo.
La noche cayó, y el poblado se preparó para mover la roca, inconsciente de que estaban a punto de caer en una trampa. Kobo, viendo la ignorancia de su gente, se acercó a Mbali, con una mirada que le hizo saber que tenía que intervenir. El gorila ya no luchaba contra cazadores violentos, sino contra una maldad más sutil y poderosa. El pueblo se reunió alrededor de la roca sagrada, listo para moverla. Un silencio pesado llenó la noche, roto solo por los cánticos de los ancianos. Mbali se mantuvo al lado de su padre, suplicándole con la mirada que se detuviera. Pero la desesperación del jefe por la sequía era mucho más fuerte. Fue entonces que Kobo apareció. Con un rugido atronador, se lanzó hacia la roca sagrada. Los aldeanos se detuvieron, confundidos. Kobo se mantuvo de pie, un muro de piel y músculos, bloqueando el camino.
"¡La bestia quiere que muramos de sed!", gritó uno de los hombres de Silas. Silas, con una sonrisa malévola en el rostro, se acercó al jefe. "Tenemos que moverlo, o el pozo se marchitará".
Pero Kobo no se movió. Con la fuerza de su ira, golpeó el suelo con los nudillos, y el suelo tembló. Con un rugido, Kobo arrancó un pedazo de tierra y lo arrojó a la distancia. Los aldeanos, perplejos, miraron cómo el trozo de tierra aterrizaba en una de las "herramientas científicas" de Silas, revelando una trampa de metal escondida.
Silas, al ver que su plan se había revelado, dejó caer su máscara de científico. Su rostro se llenó de ira. "¡Idiotas! ¡Ya no hay nada que esconder! ¡Capturen a la bestia!" gritó, y sus hombres salieron de las sombras, con redes y armas de dardos tranquilizantes.
El jefe de la aldea, con el rostro pálido por la conmoción, miró a Kobo, a quien una vez más le había cerrado la puerta en la cara, y luego a su hija, quien le había advertido del peligro. En ese momento, la verdad lo golpeó con la fuerza de un rayo. No se enfrentaban a la naturaleza, sino a la maldad del hombre. El jefe dio la orden: "¡Defiendan a Kobo! ¡No se rindan!"
Los aldeanos lucharon con valentía, usando sus lanzas y palos para defender a Kobo. Kobo, viendo la determinación de sus amigos, se lanzó, esquivando los dardos y desarmando a los hombres de Silas. Silas, al ver a sus hombres fallar, huyó hacia la selva, prometiendo que volvería.
Con la derrota de Silas, el pueblo estalló en vítores. El peligro había pasado, y la confianza había sido restaurada. El jefe se acercó a Kobo, con una expresión de gratitud. La sequía seguía siendo un problema, pero la aldea se había unido. La paz era frágil, pero la confianza era fuerte.
Editado: 19.08.2025