Esa noche, Anna tuvo visiones. Caminaba por un bosque antiguo, lleno de árboles retorcidos y niebla negra, y veía a los primeros aldeanos realizando el ritual que dio vida a Krampus. Los gritos de los niños atrapados resonaban en su mente, llenándola de terror y desesperación.
Vio cómo la criatura tomaba forma, su cuerpo creciendo a medida que absorbía miedo y maldad. Sus cuernos se retorcían, sus ojos se encendían como brasas, y un saco negro flotaba a su lado, lleno de sombras humanas que luchaban inútilmente por escapar.
Anna comprendió que Krampus no era solo un demonio: era un reflejo de los pecados humanos, un castigo viviente que crecía con cada generación que olvidaba la bondad. Si no encontraba una forma de contenerlo, su influencia se extendería más allá de Hinterwald.