La Abandonada

Capítulo 2

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Durante los días que Jorge estuvo en el pueblo ayudando al mecánico a reparar los autos, convivió mucho con Betel, dado que los dos estaban prácticamente solos en la casa, rodeados sólo de niños. Ambos conversaban mucho, muchísimo, y poco a poco se les fue haciendo costumbre que, cuando ambos terminaban sus obligaciones, él la acompañaba a su casa y se quedaba conversando un par de horas más con ella, hasta que llegaba la hora de regresar a la casa de la doctora. 

Los niños, tímidos por naturaleza, pronto se acostumbraron a la presencia del hombretón, quien lejos de asustarlos les provocaba cierta fascinación por lo amable y atento que era con ellos. Incluso se tiraba al suelo a jugar con los pequeños provocando las risas de todos. 

Una noche, Betel acostó a los niños a dormir mientras Jorge la esperaba en el quicio de la puerta, mirando con anhelo esa escena tan hogareña. Cuando ella se levantó del colchón que tenía en el suelo, donde dormían los pequeños y corrió la sábana que hacía de cortina, él impulsivamente cerró la puerta tras de sí y se acercó a ella. 

— Usted me hace desear lo que nunca he tenido. — Musitó, acariciándole el rostro. 

Betel soltó una pequeña risa cargada de ironía. 

— ¿Tener qué cosa? — Preguntó en voz baja, señalando a su alrededor. — ¿Este cuartito miserable que a duras penas puedo pagar donde ni una cama decente hay? ¿Tres chiquillos que difícilmente puedo mantener sin que se me mueran de hambre? 

— Una familia. — Dijo él, negando. — Una mujer honrada y decente, dedicada a sus hijos, tratándolos con amor y haciéndolos felices, a pesar de las carencias, Un lugar, que por muy humilde que sea, se le pueda llamar “hogar” y al que se ansíe venir cada noche. 

Betel no pudo evitar soltar un suspiro. 

— Pronto encontrará todo eso. — Dijo sin atreverse a soñar; ella también ansiaba tener a alguien a su lado que, con su compañía y apoyo, le hiciera la carga más llevadera. — Usted es un muy buen hombre, estoy segura de que cualquier mujer lo valoraría mucho. 

— ¿Y usted? — Insistió Jorge, esperanzado. — ¿Valgo algo para usted? 

Betel volvió a suspirar, negando. 

— Yo no puedo darme el lujo de pensar en usted de esa manera. — Dijo con algo de tristeza. — Llevo una carga muy grande, no olvide que yo vengo en paquete. ¿Por qué diablos se haría usted cargo de tres niños ajenos?  

— Porque quiero hacerlo. — Respondió él con rotundidad. — Porque me encantan sus niños... Pero más me encanta usted. 

Betel lo miró asombrada, abriendo la boca sin darse cuenta. 

El tuerto aprovechó para inclinarse sobre ella y besarla, sorprendiéndola. 

Betel, totalmente aturdida, dudó si resistirse o no, pero inmediatamente correspondió al beso con entusiasmo. Jorge la abrazó y, sin dejar de besarla, la empujó al otro extremo del cuartito donde vivía, dejándose caer con ella sobre el colchón que estaba sobre el piso. 

— ¿Se está cuidando? — Le preguntó él, mientras la acariciaba.  

Ella negó. 

— No... He estado sola mucho tiempo. — Murmuró sonrojándose 

— Déjeme cuidarla yo, entonces. — Asintió él haciendo una pausa para sacar un preservativo de su cartera.  

 

☆*☆*☆*☆*☆*☆*☆*☆*☆ 

 

Betel despertó sobresaltada, casi amanecía y tenía que prepararse para ir a trabajar. Miró a su lado y descubrió al tuerto dormido junto a ella. 

— ¿Y ahora qué? — Pensó con preocupación. 

Desde que su marido la había abandonado, ella no había estado con otro hombre, jamás se había sentido atraída por nadie y tampoco se sentía merecedora de que alguien se le acercara con buenas intenciones. ¿Cómo si ya tenía tres hijos qué mantener? En ese pueblo del demonio, la mayoría de los hombres eran unos desgraciados que sólo utilizaban a las mujeres para su propio beneficio. 

Con cuidado, se empezó a incorporar cuando una mano la detuvo, sobresaltándola. 

— ¿A dónde va? — Le preguntó Jorge en voz baja. 

— No tardan en despertar los niños. — Murmuró ella, apenada. — Tengo que preparar la leche del bebé. 

— Espere, tenemos que hablar. — Dijo él sentándose sobre el colchón. 

Betel se quedó quieta, con la vista baja, sin saber qué esperar. 

— Usted ahora es mi mujer. — Le dijo el tuerto, sorprendiéndola. — Sus niños son míos, así que me voy a hacer cargo de ustedes. 

Ella levantó la vista de golpe, absolutamente sorprendida. 

— ¿Qué está diciendo? — Preguntó en un murmullo. 

— Lo que oyó. — Asintió él poniéndose de pie y empezando a vestirse. — Yo tengo que regresar a la base dentro de muy poco, ya el señor Enón no tarda en hacerse cargo de su taller así que no voy a ser necesario aquí. Pero quiero dejar las cosas arregladas para que a usted no le falte nada y, en cuanto pueda, vendré a darle sus vueltas. 

— ¿Está hablando en serio? — Insistió Betel, con total incredulidad. 




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