La Abandonada

Capítulo 4

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Al siguiente sábado, Betel llegó al taller del mecánico y subió directamente al consultorio de la doctora para limpiarlo. Ella no tardaba subir a iniciar su horario de consulta así que se apresuró para dejar todo en orden. Una vez que terminó, acomodó a sus pequeños en un rincón junto al escritorio que ella ocupaba como recepcionista y les entregó unos juguetes para que se entretuvieran. Aún tenía unos quince minutos antes de que empezaran a llegar los pacientes así que decidió relajarse un poco preparándose una taza de café. Justo cuando se levantaba de su silla, la doctora y su papá, quien también era médico, entraron a la sala de espera y la miraron con seriedad. 

— ¿Pasa algo? — Preguntó Betel con preocupación. 

La doctora soltó un suspiro y se acercó a ella, tomándola de la mano. 

— Me temo que no te tenemos buenas noticias, Betel. — Dijo con preocupación. 

— ¿Me va a despedir? — Preguntó la mujer, con tristeza, porque le encantaba estar ahí. 

Ofelia negó con un gesto. 

— Nos llamó mi hermano Isidro... 

— Jorge... — Musitó Betel empezando a entrar en pánico. 

El médico se acercó a ella y le puso la mano sobre el hombro de la mujer. 

— Lo hirieron. — Le dijo con cautela. — La libró apenas, pero se va a recuperar. 

Betel, totalmente en shock, se dejó caer sobre la silla y lágrimas silenciosas empezaron a correr por sus mejillas. Ofelia se agachó frente a ella y la tomó de las manos. 

— Va a estar bien. — Le dijo tratando de tranquilizarla. — Hablamos con los médicos que lo están atendiendo. En cuanto pueda viajar, lo vamos a traer acá para atenderlo mi papá y yo mientras termina de recuperarse. 

Betel asintió sin poder decir nada... En silencio, elevó una oración por ese hombre que tanto le había dado y del que se había enamorado como nunca en la vida había amado a nadie, ni siquiera al padre de sus hijos. 

 

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Varios meses después, Betel dejó a los mayorcitos de sus hijos en la escuela y empezó a caminar a toda prisa hacia el almacén del pueblo. Jorge había renunciado al ejército luego de ese incidente y ya vivían juntos, trabajando ambos para el hermano de la doctora, en el rancho que este había comprado. El tuerto ahora era el subcomandante de la policía local y ella estaba mucho más feliz y tranquila teniéndolo en casa cada noche. 

Jorge le había dado la felicidad que jamás había conocido, trataba a sus hijos como si fueran propios y los niños lo adoraban e incluso ya le llamaban “papá”. 

Habían pospuesto la boda por alguna razón u otra, pero él decía que seguía en pie su ofrecimiento, que quería hacerla su esposa y, de ser posible, quería que tuvieran otro hijo, ahora de ambos. 

— Ojalá sea una niña... — Pensó Betel con una sonrisa en los labios mientras cruzaba la plaza del pueblo.  

Iba a comprar unos encargos que le había hecho la señora Magdala y luego debía regresar al rancho para preparar la comida. 

— ¡A ti te andaba buscando! — Una voz conocida detrás de ella la hizo sobresaltarse, giró con curiosidad y, para su horror, descubrió que el padre biológico de sus hijos estaba ante ella. — ¿Cómo es que dicen que estás viviendo con otro hombre? ¿En dónde están mis hijos? Vine a llevármelos a todos ustedes y resulta que ya andas de piruja con un pinche soldado. 

Betel lo miró asustada. ¿Irse con ese hombre? ¿Cómo se atrevía a reclamar nada cuando la había abandonado totalmente y jamás se preocupó por lo que le pasara a ella o a sus niños? 

— ¿Estás loco? — Preguntó casi sin aliento. — ¿Cómo diablos me voy a ir con alguien que me dejó en la estacada y no le importó si teníamos para comer o no? 

— Pero te las arreglaste muy bien, por lo que me han contado. — Respondió este, con cinismo. — Mírate ahora, se ve que estás usando ropa fina. ¿Cuánto dinero te ha dado ese hombre? Dile que quiero a mis hijos y a mi mujer de regreso conmigo. O tú dime... ¿Cuánto crees que esté dispuesto a pagarme por dejárselos? 

Betel, aterrada, se dio la vuelta y corrió hacia el despacho contable donde trabajaba su jefa Magdala, entró como una tromba, casi sin aliento y, una vez dentro, se dejó caer de rodillas llorando desgarradoramente. 

Magdala y su cuñado Ulises, asustados, se acercaron rápidamente a ella. 

— ¿Qué te pasa, Betel? — Preguntó Magdala con preocupación. — ¿Le pasó algo a tus niños? 

— ¿Qué tienes, mujer? — Preguntó Ulises asustado, agachándose frente a ella. 

La mujer, como pudo, les contó lo que había sucedido. En cuanto Ulises terminó de escuchar se levantó del suelo visiblemente furioso. 

— Hijo de la gran puta... — Masculló al tiempo que sacaba su celular para enviar un mensaje de voz. — Muchachos, tenemos un problema muy grande, los veo lo antes posible en la casa de E y lleven al tuerto. 

Luego, se giró hacia Magdala. 

— Entretenla aquí, por favor. — Le dijo a su cuñada. — Ese imbécil creo que aún no se entera de quiénes son los hermanos Valdez. 




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