Abril Montenegro se casó a los dieciocho años con la certeza ingenua de que el amor lo podía todo y que sería por la eternidad.
Hija única de empresarios, criada entre lujos, sirvientes y vestidos de diseñador, nunca había conocido el hambre, ni el abandono, ni la traición. Hasta que lo conoció a él.
Lisandro Dubois. Su príncipe azul. Él, le ofrecía ese amor que tanto leía en los libros y el mismo que también veía en sus padres.
Era su amor verdadero. De eso estaba segura.
El heredero de una familia poderosa, con sonrisa de comercial y promesas que olían a eternidad.
Durante tres años, Abril creyó vivir en un cuento de hadas color rosa. Desayunos en la terraza, viajes a Europa, cenas con velas y discursos sobre “nuestro futuro”. Y ante la sociedad eran la pareja perfecta.
Pero los cuentos tienen brujas. Y los príncipes, secretos.
Ese martes, Abril llegó a la oficina sin avisar. Llevaba un vestido blanco, ajustado, con encaje en la espalda, sus tacones negros de una marca de lujo.
Quería sorprenderlo, ya que pronto sería su cuarto aniversario, así que un regalo previo no caía mal. A parte de que ambos habían tenido una semana muy ajetreada, ya les tocaba darse un poco de privacidad y cariño, uno que tenía bastante tiempo reprimido.
Añadiendo que también le tenía una noticia que cambiaría sus vidas.
Pero las cosas no resultaron según sus planes, ya que fue ella quien recibió la sorpresa.
¡Y vaya que sorpresa!
La oficina de su esposo, estaba solamente en un piso que era exclusivamente para él. Le sorprendió no ver a la secretaria.
Sin embargo algo llamó su atención.
La puerta de cristal estaba entreabierta. Las luces apagadas.
Pero el sonido… húmedo, rítmico, indecente.
Abril se detuvo y su corazón, también. Estaba seguro que en ese momento le estaba dando un paro cardíaco ante la escena obscena que veían sus ojos.
—No… —susurró, como si al negarlo pudiera deshacerlo.
Avanzó, solo un poco más. como para asegurarse que lo que veía era real. Sus tacones resonaron como disparos en el mármol.
Y entonces lo vio, con la tenue luz que había en el ambiente
Lisandro, su esposo, estaba sentado en su silla ejecutiva, pero la secretaria, arrodillada entre sus piernas, y con una lencería que decía mucho más.
Sus manos enredadas en su cabello. Sus ojos cerrados. Su boca… ocupada, con esos sonidos que a ella le hubiera gustado escuchar pero que fueron las pocas veces que él le permitió hacerlo.
Abril no gritó. Ni mucho menos lloró. No dijo nada. Mientras trataba de procesar lo que veía sus ojos. Incluso se preguntó si eso era parte de una pesadilla o algún reality show de bromas.
Pero solo se quedó ahí, como una estatua rota, mientras el cristal de su mundo se hacía añicos.
Cuando Lisandro abrió los ojos. La vio.
Y por un segundo, pareció no entender. Luego se levantó, empujando a la secretaria como si fuera un objeto incómodo.
—¡Abril! No es lo que parece…
Ella lo miró. Con una calma que dolía más que cualquier grito.
—¿No? —susurró—. Entonces explícame qué parte no parece una mamada.
La secretaria se cubrió, temblando y Lisandro tartamudeó.
Pero Abril dio media vuelta. No corrió. No tembló. No le daría el gusto de verla caer.
Solo caminó. Como una reina que abandona su trono, a pesar de los gritos de su esposo. Pero llevando en su pecho como algo ardía.
No era tristeza. Era fuego. Y ese fuego… tenía nombre.
Venganza.
Dio unas vueltas por la ciudad mientras que las lágrimas caían sin césar por su hermoso rostro.
Hasta que ya en horas de la tarde, se detuvo y entró el bar estaba casi vacío. Luces tenues, música suave, y un barman que no hacía preguntas.
Abril se sentó y pidió whisky. Luego otro. Luego otro más.
No sabía si quería olvidar… o recordar con más claridad, porque aún la traición ardía en su pecho, pero no era solo dolor, sino algo más.
Era decepción. Era rabia. Era como una maldita extraña sensación de libertad que la asustaba más que el engaño.
—¿Otro? —preguntó el barman.
Ella asintió, con una sonrisa torcida.
El hielo tintineó en el vaso mientras Abril se recostaba en el respaldo, mirando el techo como si allí estuvieran proyectadas las escenas de su vida.
Recordó la primera vez que Lisandro la llevó a cenar.
Tenía diecisiete. Él, veintiséis. Le habló de París, de inversiones, de cómo su sonrisa lo hacía olvidar el estrés.
y ella se sintió especial. Única. La Elegida.
Luego recordó su boda. El vestido de encaje, los pétalos cayendo, la promesa de “para siempre” pronunciada con voz temblorosa.
Recordó cómo él la miraba como si fuera arte.
Como si fuera suya.
Y ahora…
Ahora la había cambiado por una secretaria con uñas postizas y perfume barato.
Abril soltó una carcajada amarga. El barman la miró, pero no dijo nada.
—¿Sabes qué es lo peor? —murmuró, sin saber si hablaba con él o consigo misma—. Que no me duele tanto como debería.
Tomó otro sorbo. El whisky quemaba, pero no tanto como la verdad.
Porque en el fondo, muy en el fondo… Abril sabía que Lisandro nunca fue un príncipe. Solo era un hombre con buenos modales y una sonrisa bien ensayada.
Y ella… Ella había sido una niña jugando a ser reina.
Pero ya no. Ahora era mujer. Herida. Despierta de una fantasía.
Y mientras la música seguía sonando, Abril pensó en lo que vendría. En lo que haría. En quién se convertiría. Su mente trabajó a mil, buscando como hacerlo para pagar esa humillación, esa traición tan descarada.
Y sin saber por qué, la imagen de su suegro cruzó su mente. Su mirada firme. Su voz grave. Su forma de caminar como si el mundo le debiera respeto.
Abril sonrió. No por amor. No por deseo.
Por estrategia, una que su mente ya empezaba a maquinar.
Porqué si Lisandro pensaba que podía romperla... No tenía idea de lo que ella era capaz de hacer.
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Editado: 04.12.2025