La amante de mi suegro

Lo que arde sin tocar.

El sol entraba por los ventanales como si no supiera que algo había cambiado. La casa estaba en silencio. Pero no era el mismo silencio de antes. Era uno que se respiraba distinto.

Esteban se había ido hacía unos minutos. Su taza de café aún estaba en la cocina, pero el aire aún olía a él.

Abril subió a su habitación. No era por costumbre, sino por necesidad.

Se sentó en el borde de la cama. Miró sus manos y recordó el roce. Su voz.

¡Esa voz!

Y la forma en que la miró como si pudiera ver más allá de su piel. Y entonces lo pensó. Por primera vez, lo pensó, aquello que nunca había hecho.

¿Alguna vez amó de verdad a Lisandro?

Recordó su boda una vez más, recordó los viajes y hasta recordó las noches en las que fingía placer, y aquellas veces que se sentía sola, incluso acompañada.

Pero con Esteban… había sido distinto. Porque este hombre, no la tocó, no la besó. Pero su presencia ya la había estremecido más que cualquier caricia de Lisandro.

Se levantó y fue hasta el espejo. Se miró.

Abril Montenegro, una chica que acaba de cumplir sus veintidós años. Diseñadora paisajista, pero era una esposa traicionada y la cual se había decidido en convertirse en mujer en reconstrucción.

Y ahora…

Se sentía como mujer deseada, pero por alguien que no debía desearla.

Pero lo hacía.

Recordó su mirada. La forma en que la escuchaba. La manera en que no la interrumpía, es como si cada palabra suya fuera importante, algo que su idiota esposo no hacía.

Y entonces lo vio, pero ahí en su mente

Esteban Dubois. Su suegro.

Un hombre de cuarenta y ocho años. Cabello oscuro, con algunas canas que no le quitaban atractivo. Barba bien cuidada.
Ojos que no pedían permiso. Manos grandes. Voz grave.

Era guapo. Pero no solo eso. Era magnético.

Y Abril… lo sentía.

No sabía si era deseo. O necesidad. O quizas, simplemente el hambre de sentirse vista.

Pero lo que fuera… Estaba ahí. Ardiendo. Silencioso pero elegante.

Se tumbó en la cama. Miró el techo. Y pensó en él, otra vez.

En cómo la había tocado sutilmente la mejilla. En cómo no se había disculpado por hacerlo pero también en cómo ella no se había apartado.

Y entonces lo supo. No era solo el roce. Era lo que venía después. Porque cuando un hombre te toca el alma… El cuerpo lo sigue.

—Ya estoy loca —susurro ella agitando su cabeza para quitar esos pensamientos.

El reloj avanzaba pero Abril seguía en su habitación, tumbada sobre la colcha de lino, cuando el teléfono vibró.

Una llamada.

Lisandro.

Cuando el nombre en la pantalla le provocó náuseas. No por el sonido, sino por el recuerdo.

Recordó lo que iba a decirle aquel día. La sorpresa que nunca llegó a pronunciar, ante al escena que se había topado.

Los exámenes habían salido bien, ya que después de meses de intentos, de lágrimas, de culpas… Ella podía tener hijos. Era fértil.
Así que el problema nunca fue ella, por lo que Lisandro tenía que someterse a los exámenes también para conseguir la causa.

Pero Lisandro, en su arrogancia, la había culpado.

—Yo sí soy fértil —le dijo una vez—. El problema debe ser tuyo, Abril.

Abril cerró los ojos. Mientras que la llamada seguía sonando. No la contestó, ¿para que? así que solo la dejó morir.

Y entonces lo decidió. Tal vez la llamada solo era el motor que necesitaba. Ese día durmió bastante. Sentía que esos pensamientos la agotaban mucho más que correr un maratón.

Al día siguiente, se levantó con una energía increíble. Fue al baño. Se duchó. Se arregló.

Vestido beige, ajustado, con escote discreto pero suficiente. Tacones dorados. Cabello suelto, con ondas suaves. Maquillaje natural, pero con labios rojos. Una mezcla perfecta entre elegancia y provocación.

En la cocina, después de desayunar, preparó una torta de almendras con crema de café.
La receta de su madre. La que solo hacía en momentos especiales.

La colocó en una caja blanca, con cinta dorada.
Y salió.

Dubois & Partners

El edificio era imponente. Cristal, acero, mármol. Una torre que dominaba la ciudad.

Abril entró como si fuera parte del mobiliario. Segura. Silenciosa. Letal.

—¿Tiene cita? —preguntó la recepcionista.

—No. Pero dígale al Ceo que Abril Montenegro está aquí.

La mujer dudó y la miró con cara de pocos amigos. Aún así marcó. Y en segundos, la puerta del ascensor se abrió.

—Puede pasar, la esperan —dijo la mujer.

Ella subió y este fue directo al último piso. Esteban la esperaba en su oficina. Amplia. Minimalista y con una vista a la ciudad.

Cuando la vio… se quedó sin aliento.

Pero no por la torta. sino por ella.

—Abril —dijo, con voz más baja de lo habitual.

—Buenos días —respondió ella, entrando con paso firme.

—¿Todo bien? —pregunto algo confundido.

—Mejor que nunca, Esteban Dubois.

Colocó la caja sobre su escritorio.

—Te traje esto. Lo hice yo, espero que te guste.

Esteban la miró. No solo la torta. A ella también, es que no podía dejar de hacerlo.

—¿Por qué? ¿Alguna celebración?

—Porque quería verte. Y porque necesitaba hacer algo dulce… después de tanto amargo.

El silencio se instaló. Pero esta vez, no era incómodo. Era expectante.

Esteban se acercó. Rozó la cinta de la caja. Sus dedos, cerca de los de ella.

—¿Quieres café? —preguntó.

—Solo si lo tomas conmigo.

Se miraron. Y el aire entre ellos se volvió denso. Cargado pero delicioso, como un dulce.

Esteban la guió hacia el rincón de la oficina donde había una cafetera. Mientras servía, Abril se sentó en el sofá. Cruzó las piernas, pero de una manera que su vestido se deslizó apenas, pero lo suficiente para que él lo notara.

—¿Sabes? —dijo ella—. Siempre pensé que eras el hombre más inaccesible que conocía.

—¿Y ahora? —preguntó sintiendo como si eso fuera un deja vu.




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