La amante de mi suegro

El pacto

Dubois & Partners era más que una empresa.
Era un imperio de diseño urbano, arquitectura de lujo, tecnología aplicada a espacios. Proyectos en Caracas, Bogotá, Madrid, París. Y en el centro de todo, Esteban Dubois. El presidente. El gran Ceo. Fundador. El hombre que no perdía el control. Hasta ahora.

Abril entró a su oficina por segunda vez en una semana. Pero esta vez vestía un conjunto blanco, minimalista, con un blazer entallado y tacones nude. El cabello recogido en una coleta baja. Labios color vino. y una mirada afilada.

Esteban la vio entrar. Y supo que estaba perdido.

—¿Viniste por trabajo o por guerra? —preguntó él, sin levantarse.

—Por ambas —respondió ella, dejando su bolso sobre la mesa.

Se sentó frente a él. Cruce de piernas. un silencio y tensión.

—Tu hijo me llamó, otra vez —dijo Abril.

—¿Y?

—No contesté, es un fastidioso.

Esteban asintió. Como si eso fuera suficiente.

—No merece que lo hagas, déjalo que se canse.

—Lo sé.

—No merece nada —agregó él—. Ni explicaciones. Ni perdón. Ni segundas oportunidades.

Abril lo miró. Y en sus ojos había algo nuevo. Fuego. Frialdad. Poder.

—¿Entonces qué hago? Porque el idiota no quiere firmar el divorcio.

Esteban se levantó. Caminó hacia la ventana. La ciudad se extendía como un tablero de ajedrez.

—Tienes que vengarte —dijo, sin girarse.

—¿Cómo?

—Tienes que destruirlo desde adentro —respondió Esteban tratando de mantener su vista en la ciudad—. Tienes que jugar todas las cartas que estén a tu favor.

Abril se levantó y se acercó. Quedaron a centímetros.

—¿Que cartas tengo a mi favor?

Esteban la miró. Y por primera vez, su voz tembló.

—Me tienes a mi.

—¿Y tú qué ganas?

—Verlo caer y verte brillar a ti. Y si para eso hace falta… pues me ofrezco como tributo.

Abril sonrió pero una sonrisa lenta y peligrosa.

—¿Sabes lo que estás diciendo?

—Sí. Y no me arrepiento querida Abril.

El silencio se volvió denso pero el aire, eléctrico.

Pero entonces, la puerta se abrió.

—Disculpe, señor Dubois —dijo la secretaria—. Tiene una llamada urgente de París.

Esteban se giró molestó. y su voz volvió al tono habitual.

—Dígales que llamaré en veinte minutos.

La mujer se retiró un poco nerviosa. Y el momento se rompió. Pero no del todo.

Abril tomó su bolso. Se giró hacia él.

—Entonces estamos de acuerdo.

—Sí. El pacto está hecho.

—Bien. Nos estaremos viendo Esteban Dubois.

Más tarde, en la casa de Abril. La tarde caía con lentitud.

Abril estaba en su estudio, revisando planos. cuando el timbre sonó. Abrió la puerta.

Esteban Dubois.

Ahí estaba sin corbata. Con camisa blanca, mangas arremangadas y una carpeta en la mano.

—Vengo por el proyecto —dijo.

—¿Cuál? —pregunto ella sin entender.

—El que inventé para poder verte.

Abril sonrió y lo dejó pasar.

—Creo que eso no es necesario.

La casa estaba en calma. El jardín iluminado por la luz dorada del atardecer.

Esteban se sentó en el sofá. Ella se acercó con dos copas de vino.

—¿Brindamos por el pacto?

—Brindamos por lo que viene.

Las copas chocaron. El vino se deslizó pero las miradas también.

—¿Sabes? —dijo él—. Nunca pensé que una muchachita pudiera volverme loco.

—Esteban, no soy una muchachita —respondió ella—. Soy la mujer que tu hijo perdió. Y que tú… estás empezando a desear. ¿acaso me equivoco?

Esteban la miró. Y esta vez, no se contuvo.

Rozó su mano. Luego su muñeca. Luego su cintura.

No fue un beso. Pero fue peor. Fue el inicio de algo que ya no se podía detener.

—¿Quieres más vino? —pregunto ella mientras se alejaba.

Esteban asintió.

Ya la casa de Abril estaba en penumbra. Cuando el sol se había ido, pero el calor seguía. Esteban se acomodó en el sofá, con la copa de vino en la mano.

Abril se movía por la sala con una elegancia que no se podía aprender. Se tenía o no se tenía.

Y ella la tenía.

—No voy a descansar —dijo ella, sin rodeos—. Hasta ver a tu hijo destruido.

Esteban la miró. No con sorpresa, sino con admiración.

—¿Y eso no te afecta? —preguntó ella, acercándose—. Dime la verdad.

—No —respondió él, sin parpadear—. Lisandro necesita aprender. Y tú… mereces justicia, querida Abril.

—¿Justicia o venganza?

—A veces son lo mismo.

Abril se sentó frente a él. Sus piernas cruzadas, pero su vestido se deslizó apenas. Lo suficiente para que Esteban perdiera el hilo de sus pensamientos.

—¿Y tú vas a ayudarme? ¿seguro de esa decisión?

—Sí. Voy a hacer que firme el divorcio cuanto antes. Puedes quitarle todo lo que creas que tiene. Y si hace falta y quieres, puedo hacerlo pedazos.

Abril sonrió. con esa sonrisa lenta y peligrosa.

—¿Y por qué lo harías? Vamos, Esteban, quiero que me lo digas.

Esteban se inclinó hacia ella. Sus rostros a centímetros.

—Porque quiero verte libre. Quiero verte poderosa. Y porque, aunque no debería... Estoy empezando a desearte más de lo que deseo mi propia paz.

El silencio se volvió insoportable. Y delicioso una vez más.

—No digas eso —susurró ella.

—¿Por qué?

—Porque si lo dices otra vez… Voy a dejar de fingir que no siento lo mismo.

Esteban tragó saliva. La copa tembló apenas en su mano.

—Entonces no lo diré. Pero lo pensaré. Cada vez que te mire. Cada vez que respire cerca de ti.

Abril se levantó.

—Creo que me dio hambre.

Fue a la cocina y preparó una cena ligera: pasta con aceite de oliva, albahaca y queso parmesano. Luego lo sirvió en platos de cerámica blanca. Encendió algunas velas y Vino tinto.

Esteban comió en silencio. Pero cada gesto de ella lo desarmaba. La forma en que servía el vino. La manera en que lo miraba sin mirar. El roce de sus dedos al pasarle la servilleta.




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