La amante de mi suegro

Temblor.

La oficina estaba en penumbra, ya era bastante tarde. Y los empleados se habían ido. Solo quedaban ellos.

Esteban Dubois y Abril Montenegro.

Suegro y nuera.

Ahora eran aliados, cómplices. Y algo más.

—Quiero ofrecerte otros proyectos —dijo él, sentado tras su escritorio de mármol negro.

Abril lo miró.

Ese día, vestía un conjunto gris perla, con blusa de seda y tacones bajos. Su cabello recogido en un moño suelto, pero con su mirada… afilada.

—¿Por qué? ¿Crees que no puedo sobrevivir? —preguntó.

—Porque eres buena. Y porque... quiero tenerte cerca.

Ella se acercó. Tomó la carpeta que él le extendía. Sus dedos se rozaron. Pero esta vez… no se apartaron.

El roce fue más largo, era más lento y más consciente.

Abril sintió un temblor, pero no en la mano, sino en el pecho.

—¿Qué tipo de proyectos, Esteban?

—Diseños para un complejo residencial en Altamira. Y otro en Margarita. Ambos de alto perfil. Ambos seran tuyos… si los aceptas.

—Interesante —dijo ella tomando la carpeta.

— Te aseguró que no te vas a arrepentir, porque son presupuestos millonarios y todos netamente para ti.

Ella hojeó los papeles. Pero no los leía. Solo pensaba en él. En su voz. En su olor. En la forma en que la miraba como si ya la hubiera desnudado con los ojos.

—Acepto —dijo, sin levantar la vista.

—¿Segura?

—Más que nunca.

Esteban se levantó. Caminó hacia ella. Quedaron frente a frente. A centímetros.

Ella sentía una adrenalina que no conocía. No era miedo, sabía que eso era deseo que quizás no estaba bien. Pero eso la hacia sentir con mucho poder.

Con Lisandro, nunca sintió eso. Nunca tembló de esa manera por un roce. Nunca se sintió observada como si fuera arte y nunca se sintió peligrosa.

Pero con Esteban… Con ese hombre era diferente, cada gesto era una provocación.
Cada mirada, una promesa.

—¿Y el pacto del que hablamos? —preguntó ella, sin levantar la vista—. ¿No deberíamos firmar algo?

Esteban se acercó más. Su voz, grave y su presencia, envolvente.

—No es necesario, querida Abril. Estoy disponible para lo que sea. Puedes hacer uso de mí.

Abril levantó la mirada. Y lo vio. Ese hombre que la desarmaba más de lo que imaginaba.

Sonrió, pero con una sonrisa lenta y llena de picardía.

—¿Seguro que sabes lo que estás diciendo?

—Más seguro que nunca.

El silencio se volvió denso y el aire, eléctrico.

Esteban se sentó frente a ella. Sus rodillas casi rozaban las de Abril. Pero no se tocaban. No aún.

Ella cruzó las piernas, como ahora acostumbraba hacerlo con él. Su vestido se deslizó apenas, pero siempre lo suficiente para que él lo notara.

—¿Y si me aprovecho de ti? —susurró ella.

—Entonces el pacto habrá valido la pena —dijo Esteban y tragó saliva. Su mandíbula se tensó ante la vista que tenía.

Esteban se le acercó una vez más y levantó la mano. Rozó su brazo. Luego su cuello. Luego su clavícula.

Abril cerró los ojos. El temblor ahora se volvió incendio.

—No deberíamos —susurró él.

—Pero lo estamos haciendo, además recuerda que prometiste que me ayudarías en mi venganza.

—Y no quiero parar.

—Entonces no lo hagas.

Sus respiraciones se mezclaron. Sus cuerpos no se tocaban del todo. Pero el deseo… sí.

Era un juego, como del gato y ratón. De poder y rendición.

Pero esta vez… Ambos querían perder.

La noche había caído con lentitud. Esteban la había dejado en casa después de cenar juntos. Nada había pasado. Pero todo había cambiado entre ellos de una manera sutil y peligrosa.

Abril se quedó en la sala, con una copa de vino en la mano. El silencio era cómodo pero el aire aún olía a él.

El timbre sonó de repente. Ella sonrió. Pensó que era Esteban. Que había regresado.
Que no había aguantado.

Pero al abrir la puerta… El huracán entró.

—¿Qué demonios hiciste? —rugió Mauricio Montenegro.

Ese era su padre. La sonrisa se le borró del rostro a Abril al escuchar ese nombre.

Era un hombre de cincuenta y cinco años. llevaba un traje gris. y olor a rabia.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Abril, sin moverse.

—¿Por qué le pediste el divorcio a Lisandro?

Abril lo miró, pero no se movió. Tampoco se asustó, como cuando era niña.

Ya no.

—Porque es mi vida. Y tú no tienes derecho a meterte.

Mauricio entró sin permiso en su casa. Como siempre lo hacía y como si todo le perteneciera.

—No puedes divorciarte. No ahora. No así. El matrimonio es para toda la vida. y tu eres el centro del mundo.

—¿Y por qué no puedo? ¿solo para aparentar la esposa perfecta, papá?

—Porque no es lo correcto. Porque esa familia nos ha dado prestigio. Porque tú no sabes lo que estás haciendo, y tu papel es ser esa esposa perfecta.

Abril se rió. Una risa seca pero dolida.

—¿Y tú sí sabías lo que hacías cuando le pediste el divorcio a mamá?

Mauricio se congeló y la mirada se endureció.

—Eso fue distinto.

—No. Fue igual. Fue una decisión, una ruptura en tu matrimonio por una traición.

—Tu madre no era como tú.

—No, tienes razón. Ella era más fuerte. Y tú la rompiste.

Mauricio se acercó. Pero Abril no retrocedió.

—No puedes destruir lo que hemos construido.

—Ya está destruido. Lisandro lo rompió.
Y tú… no vas a obligarme a recoger los pedazos. Porque jamás estaré con un idiota así. Y no importa lo que diga la gente.

—Eres una Montenegro. Tienes que mantener el nombre.

—¿Y tú lo mantuviste cuando te fuiste con otra?

El silencio fue brutal. Mauricio no respondió. No podía.

Abril se giró. Tomó su copa y la bebió de un trago.

—Esta es mi casa, papá. Es mi vida. Mi cuerpo y es mi decisión, hagas lo que hagas no me importa. Porque no soy esa niña que podías manipular.

Mauricio la miró. Y por primera vez… No supo qué decir.




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