La noche estaba en calma. Abril había terminado de revisar los planos del nuevo proyecto en Altamira y su casa olía a incienso de sándalo, mientras que la música suave llenaba el aire.
El timbre sonó de repente. pero ella no se movió de inmediato. Sabía que no era Esteban, no solo lo presentía, sino que sabía también que el hombre había salido de viaje.
Al abrir la puerta, lo confirmó.
Lisandro Dubois.
Tenía la camisa arrugada unas ojeras marcadas y una mirada desesperada.
—Necesito hablar contigo —dijo con urgencia.
Abril se cruzó de brazos. No se movió.
—No hay nada que hablar, Lisandro. Y cualquier duda que tengas, habla con mi abogado.
—Sí lo hay. Por favor, mi amor.
—No soy tu amor —Ella se cruzó de brazos mientras lo fulminaba con la mirada.
—Abril, escúchame —dijo como si fuera una súplica.
Ella lo dejó pasar, pero no por él. Sino por ella. Porque quería verlo caer.
Lisandro se sentó en el sofá, como si fuera el dueño del lugar pero Abril permaneció de pie.
—Cometí un error —dijo él—. Un error horrible. Pero te amo. Y quiero arreglarlo, permíteme Abril.
Abril lo miró, sin emoción y sin piedad.
—¿Ahora me amas? ¡Vaya! ¿que rápido cambias?
—Siempre te amé, nunca deje de amarte, cariño. Solo… me confundí, estaba cansado y...
—¿Te confundiste con tu secretaria? ja, ja, ja.
—No fue lo que parece, Abril.
—¿Y qué parece?
Lisandro se levantó y se le acercó.
—Abril, por favor. No me hagas esto. No quiero firmar el divorcio, porque no quiero perderte. Te amo.
Ella lo miró. Y por primera vez, sonrió. Una sonrisa lenta y Fría.
—No lo voy a firmar —dijo él.
—¿Y por qué no?
—Porque te quiero. Porque eres mía. ¿que quieres que haga?
Abril se acercó más y quedaron frente a frente.
—Quiero que firmes el maldito divorcio. No soy tuya. Nunca lo fui. Solo fui la mujer que te aguantó. La que calló. La que fingió una esposa perfecta, la mujer que tu querías.
Lisandro tragó saliva y su voz tembló.
—Podemos empezar de nuevo mi amor —el quiso tocarla, pero ella no se dejó.
—Yo ya empecé. Sin ti.
El silencio se volvió denso y Lisandro la miró. Y por primera vez… Entendió que la había perdido.
—¿Hay alguien más?
Abril no respondió. Solo lo miró. Y en sus ojos… Había fuego.
—No tienes derecho a preguntarme eso. Es mi vida, y ya nada te incumbe.
Lisandro se giró y golpeó la mesa haciendo que la copa de vino cayera y se rompió.
—¡No voy a firmar! —gritó.
Abril no se inmutó.
—Entonces prepárate para perder más que a mí. Vas a perder tu paz. Tu nombre. Tu poder, te quitaré todo, Lisandro Dubois.
Lisandro la miró. Y por primera vez… también tuvo miedo de la mujer con la que se había casado.
Así que se fue. Sin despedirse y sin mirar atrás.
Abril cerró la puerta. Se apoyó en ella y respiró hondo.
Porque ahora sí… La guerra había comenzado.
Y lo supo esa misma noche, después de que Lisandro se fue con la amenaza en los labios, Abril recibió un mensaje de WhatsApp de él.
> Esto no se va a quedar así, Abril Montenegro. Voy a luchar por ti. Porque siempre has sido mía. Y jamás serás de nadie más.
Ella lo leyó sin pestañear. No respondió, no era necesario. Así que solo lo bloqueó.
Pero sabía que no sería el último intento.
Y no lo fue.
Porque a la mañana siguiente, al llegar a su oficina, la recepcionista la detuvo.
—Señora Montenegro… esto llegó para usted.
Era un ramo de rosas rojas.
Enorme para su gusto y exagerado. Envuelto en papel dorado. Con un algo escrito que parecía un poema impreso en una tarjeta blanca.
> Eres la flor que nunca debí dejar marchitar.
Abril lo miró. Y por un segundo… dolió. No por el gesto. Sino por lo que revelaba.
Lisandro no la conocía. Después de tantos años juntos…
¿Rosas?
Él sabía perfectamente que las odiaba, aunque se trataba de trabajo era el único lugar que amaba las rosas. Pero del resto le parecían predecibles. Que prefería las orquídeas blancas o las peonías silvestres.
Y el poema… Más falso que sus extensiones de pestañas.
—Ni inteligencia emocional, ni inteligencia cerebral —murmuró.
Pidió que lo tirarán a la basura. Sin más.
—Señorita —la secretaria tartamudeo.
—¿Si? —ella arqueo una ceja.
—¿Me las puedo llevar? —pregunto con voz temblorosa—. Es que son muy bonitas y me gustan muchos las rosas.
Ella suspiro antes de hablar.
—Haz lo que quieras, yo no las quiero.
—Gracias señorita —dijo la mujer con una enorme sonrisa.
Pero las rosas solo fueron el inicio de una pedida de perdón.
Esa noche, Abril estaba en su casa, leyendo en su estudio. La paz era perfecta. Hasta que la rompieron.
—¡Ay, ay, ay, ay, canta y no llores…!
El sonido de trompetas y guitarras la hizo levantarse de golpe. Se asomó por la ventana. Y ahí estaban.
Cinco mariachis.
Y Lisandro.
Con una cara de mártir que la hacía querer vomitar.
Abril no lo pensó dos veces. Fue al cuarto de herramientas.Tomó el tobo de pintura de color negra que usaba para restaurar macetas.
Salió.
Los mariachis seguían cantando mientras que Lisandro sonreía.
Hasta que la vio.
—¡Abril, espera…!
Pero demasiado tarde.
El tobo voló y la pintura cayó sobre él. Y sobre los mariachis.
—¡Está loca! —gritó uno.
—¡No! —respondió ella—. Estoy harta, y cualquier cosa se quejan con quien los contrató, yo no pedí música barata.
Cerró la puerta. Y volvió a su libro.
Al fin la paz volvía un poco.
Pero dos días después, llegó una caja de terciopelo azul. Con una joya de una marca de renombre.
Era de diamantes y un diseño exclusivo.
Abril la abrió. La miró. Y por un segundo… pensó en tirarla a la basura.
Pero no. Sabía cuánto costaba. Y no iba a desperdiciar algo que podía servir.
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Editado: 19.12.2025