El sol resplandecía en la gran ciudad cuando Lisandro irrumpió en el vestíbulo de Corporación Montenegro como un huracán, con el traje caro y la furia de un hombre que, por primera vez, no podía conseguir lo que quería.
Las recepcionistas se encogieron, pero él no las vio; solo veía la puerta de la oficina de Abril, su todavía esposa, la mujer que se atrevía a rechazar su perdón y, peor aún, sus regalos.
Mientras recordaba todo lo que había hecho hasta ahora, una mezcla hirviente de rabia e incredulidad lo invadió.
¿Cómo podía Abril, la mujer que él había elegido y protegido, ser tan ingrata? pensaba el hombre.
Su orgullo estaba destrozado. No era solo el divorcio lo que le molestaba; también era el rechazo. Ella tenía que ser la niña que se portaba mal, la que necesitaba una lección. Y si no lo perdonaba, solo podía haber una razón: otro hombre.
Lisandro se paró en medio del elegante espacio y gritó, su voz resonando en el mármol pulido.
—¡Abril Dubois! ¡Sal de tu maldita oficina! ¡No vas a seguir ignorándome como si no existiera!
Lisandro estaba molesto cuando le dijeron que ella no lo atendería. Que primero debía agendar una cita. Así que, si no lo escuchaba, haría lo que ella detestaba: un escándalo.
El personal se paralizó. Lisandro avanzó hacia la oficina con pasos arrogantes, pero el personal de seguridad lo detuvo discretamente. Él se zafó, gritando más fuerte, asegurándose de que todos escucharan:
—¡Sé por qué te niegas a perdonarme! ¡Tienes un amante, Abril! ¡Esa es la verdad! ¡Te escondes detrás de tu "dignidad" porque tienes un perro faldero lamiéndote las botas! Asi que escúchame bien, jamás te firmare el divorcio.
Mientras tanto en su oficina, Abril sintió el golpe emocional del escándalo de Lisandro, pero lo canalizó hacia una pared helada de determinación.
Escuchar la palabra amante usada como arma por el hombre al que una vez amó fue un pinchazo de dolor, seguido por un clic de acero forjado. ¿Que se creía él? ¿Acaso no es él quien la engaño?
Abril sintió un asco profundo y la confirmación de que había tomado la decisión correcta. Ya no sentía dolor por su traición, sino desprecio por su patético intento de control. Sus "dulces palabras" y "regalos costosos" eran solo otra forma de comprar su silencio.
Ahora, su escándalo era solo la prueba final de su carácter. Lisandro no estaba pidiendo perdón; estaba tratando de recuperar un objeto que creía poseer. Ella se levantó, dirigiéndose hacia la puerta, lista para enfrentarlo, sin temblar. Porque jamás bajaría la cabeza ante ese hombre, jamás le daría el poder de verla llorar o derrumbarse. Eso jamás.
Pero justo cuando Lisandro estaba a punto de traspasar la línea de seguridad, una voz grave, autoritaria y peligrosamente tranquila cortó el aire.
—¡Lisandro Dubois! ¡Basta ya!
Todos se giraron, sorprendidos, porque era el mismo Esteban Dubois, el magnate, el padre de Lisandro y suegro de Abril, estaba de pie en la entrada, su rostro una máscara de furia contenida y vergüenza absoluta.
Esteban había llegado para una reunión previamente programada con Abril, ajeno al drama que había en ese instante. Ahora, su hijo, su sucesor, estaba profanando la empresa de una mujer que él, en un nivel complicado, había llegado a respetar profundamente.
Esteban en ese momento quería que la tierra se abriera y tragará a ese hijo ingrato suyo porque sentía una humillación y decepción. Sentía vergüenza por el apellido Dubois.
Lisandro no solo estaba actuando como un niño malcriado; estaba dañando la reputación de Abril públicamente, un acto que Esteban consideraba de la más baja bajeza. Aún así admiraba la forma en que Abril manejaba la situación, con una dignidad silenciosa, que contrastaba dolorosamente con la histeria de su hijo.
Esteban se acercó a Lisandro con una velocidad sorprendente, su mano derecha se levantó y la abofeteó en la mejilla con un golpe seco que resonó en todo el vestíbulo.
Lisandro se tambaleó, su cabeza giró y la mano le picó. Se llevó la mano a la mejilla, con los ojos abiertos como platos, mirando a su padre con una estupefacción total, ese hombre que nunca le había dado un golpe en su vida, ahora le daba uno.
—¡Padre! —musitó, su voz apenas un susurro.
El silencio fue sepulcral. Su padre le había golpeado. Por ella.
Esteban miró a su hijo con ojos que escupían fuego.
—Te vas de aquí, ahora, y no vuelves a acercarte a Abril ni a su empresa para hacer una escena tan vulgar. ¡Me has avergonzado! —Su voz era un rugido bajo y peligroso.
Esteban desvió la mirada hacia Abril, cuyo rostro reflejaba una mezcla de sorpresa y gratitud contenida, y luego a la multitud atónita.
—Lamento profundamente este circo. Continúen con sus tareas —dijo, su tono volviendo al frío control del líder.
Mientras Lisandro, mudo y humillado, se retiraba bajo la mirada de todos, Esteban se dirigió a Abril.
—Abril, querida ¿estás bien? —No era una pregunta de cortesía, sino una genuina.
Abril asintió levemente, encontrando la compostura de nuevo.
—Gracias, Esteban. No hacía falta...
—Sí hacía falta —la interrumpió, sus ojos oscuros fijos en ella—. Mi hijo se ha comportado como un patán. No hay excusa para su comportamiento. Nadie tiene derecho a humillarte.
Abril al ver la defensa de su suegro, sintió de nuevo esa satisfacción extraña y profunda. No solo había conseguido su libertad, sino que el hombre que la había apoyado en secreto le había dado la validación final frente a Lisandro.
Ahora Lisandro Dubois era ahora solo un niño golpeado y avergonzado por su propio padre, y ella, Abril Montenegro, era la mujer fuerte a la que el patriarca había defendido y eso la hacía sentir de alguna manera poderosa.
Esteban siguió a Abril hasta su elegante y minimalista oficina. La puerta se cerró con un suave clic, aislando el escándalo que acababa de ocurrir y dejando a los dos solos en un silencio cargado.
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Editado: 19.12.2025