La amante de mi suegro

Amante del esposo.

Esteban rompió el silencio, sentía que el aire quemaba sus pulmones, su voz baja y grave.

—Lisandro no volverá a molestarte aquí. Si intenta algo, avísame de inmediato.

Abril levantó la barbilla, sosteniendo su intensa mirada.

—No sé cómo agradecerte lo que acabas de hacer, Esteban. Pero... no hacía falta que lo golpearas.

Esteban dio un paso lento hacia ella, cerrando la distancia, sus ojos fijos en los de ella.

—Sí hacía falta, Abril. —Su voz era áspera—. Hacía falta que ese patán entendiera, de una vez por todas, que ya no eres su propiedad.

Se inclinó ligeramente, usando la cercanía como una barrera que solo ellos podían traspasar.

—Me has dicho que quieres vengarte. Que quieres hacerlo pagar por lo que te hizo. Recuerda que te prometí ayudarte y no me retractaré. Te juro que lo ayudaré a hundirse, a pagar cada lágrima que has derramado por él.

Esteban extendió una mano y, con el dorso de sus dedos, acarició muy suavemente la línea de su mandíbula. Fue un toque breve, pero incendió el aire entre ellos.

—Haré lo que sea necesario para que ese imbécil firme el divorcio. No solo lo haré firmar; me aseguraré de que pague un precio altísimo por el dolor que te ha causado. Solo confía en mí querida Abril.

Abril no se apartó de la caricia; en cambio, se inclinó sutilmente hacia el roce. La prohibición hacía que el momento fuera exquisitamente peligroso.

—¿Por qué haces esto, Esteban? —preguntó, su voz apenas un susurro. —¿Por qué te importa tanto mi venganza? Al final es tu hijo, deberías de estar de su lado.

Esteban sonrió, no con calidez, sino con una inteligencia depredadora.

—Me importa porque eres una mujer excepcional, Abril. Fuerte. Y a mí me gusta rodearme de gente fuerte. Lisandro no te merece. Nunca lo hizo.

Se acercó un poco más, susurrando, su aliento cálido contra su oído.

—Mereces ser feliz, lejos de patanes como mi hijo. Mereces a alguien que vea tu valor, que te ponga en un pedestal y que mueva cielo y tierra por ti.

Luego, retrocedió, recuperando el control que había estado a punto de perder. La tensión sexual era casi palpable, era como un tercer personaje en la habitación.

—Dame la palabra, Abril. Dime lo que necesitas. Un abogado que lo desangre, una distracción empresarial, lo que sea. Te ayudaré a ser libre.

Abril lo miró. El hombre que la estaba ayudando a destruir a su esposo y a su familia era el padre de ese esposo. Era un arma de doble filo, pero en sus ojos, no había traición, solo una promesa de poder y una ardiente protección.

—Ya sabes lo que quiero, el divorcio y cada objeto que posea que sea de valor —dijo con voz clara y firme—. Y quiero que Lisandro sepa que perdió a la única persona que de verdad lo puso en el centro de su vida.

Esteban asintió, su rostro endurecido por la determinación.

—Hecho, buscaré al mejor abogado.

Esa noche, Abril intentaba conciliar el sueño en la soledad de la mansión, todavía sintiendo el eco del escándalo en su empresa y la peligrosa electricidad de la mirada de Esteban. La dignidad la mantenía a flote, pero la realidad era un ancla pesada.

Estaba agotada, pero su mente estaba en alerta máxima. Había una herida latente, no por haber perdido a Lisandro, sino por haber sido traicionada de una forma tan vulgar. Sin embargo, su orgullo era su armadura; nadie la vería rota.

Justo cuando estaba por deslizarse en el sueño, un ruido sordo en el vestíbulo la despertó. Abril se levantó rápidamente y se puso una bata de seda. No era Lisandro; la seguridad ya lo había vetado. Bajó las escaleras con pasos firmes, y al pie de estas, parada en la penumbra de su propia casa, estaba una figura que reconoció al instante: Oriana.

La amante de Lisandro.

Oriana, con su largo cabello negro cayendo sobre los hombros, sus ojos verdes brillando con una mezcla de celos y rabia, y su tez blanca resaltada por la oscuridad. Llevaba ropa ajustada, pero Abril recordó perfectamente los cinco años de faldas cortas y blusas ceñidas en la oficina de Lisandro, a sus 27 años, era solo unos pocos años mayor que Abril, pero siempre había proyectado una suficiencia odiosa.

Abril se detuvo a tres metros de la intrusa, su rostro una máscara de fría indiferencia.

—Oriana —dijo con voz helada—. ¿Qué haces en mi casa? ¿No te das cuenta de que has entrado sin permiso?

Oriana sonrió con amargura, ignorando la amenaza.

—Oh, tu empleada me dio el pase y ahora ¿la gran señora Montenegro me recibe? Por fin das la cara.

La mujer sentía celos salvajes y una urgencia desesperada. Lisandro estaba fuera de sí después de la cachetada de su padre y el rechazo de Abril. Oriana creía que si Abril se quitaba del camino, Lisandro sería solo suyo. Su rabia se debía a que Abril todavía era la esposa y, por lo tanto, la ganadora a sus ojos.

Oriana dio un paso al frente, la audacia desbordando sus ojos verdes.

—Vengo a ponerle fin a esta farsa. Ya no tienes nada que hacer aquí. ¡Deja libre a Lisandro! Yo sí lo haré feliz. Yo sí estoy dispuesta a darle todo lo que tú le niegas por estar ocupada jugando a la empresaria.

Abril arqueó una ceja, la calma en su rostro era el mayor de los desprecios.

—Me temo que tienes la información equivocada, querida.

La palabra querida salió como un insulto.

—El personaje que no quiere firmar el divorcio no soy yo. Y el hombre que se rehúsa a soltarme es Lisandro. Yo estoy lista para ser libre. Él es quien sigue arrastrándose y armando escándalos. Así que tu reclamo es con él, no conmigo.

La verdad, dicha de forma tan llana y desinteresada, enfureció a Oriana más que cualquier insulto.

—¡Mientes! Él no te ama, eres tú, por eso no firmas. ¡Me ha dicho que lo necesitas, que eres débil sin él!

—¿Y tú le creíste? —replicó Abril con una risa amarga y hueca—. Vaya, las perras siempre terminan creyendo las mentiras de su amo.




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