Abril había elegido Viena, Austria. Se instaló en un lujoso penthouse cerca del Palacio Hofburg, pero su verdadero destino era la Biblioteca Nacional Austriaca.
Entre los techos abovedados y los antiguos estantes de madera, sintió que el veneno de la traición y la vulgaridad de Lisandro se disipaban.
Había cancelado todo: proyectos de paisajismo, reuniones con el equipo y, dolorosamente, su algunas citas con Esteban.
La razón es que necesitaba respirar lejos de su apellido, lejos de su defensa, lejos de su peligrosa cercanía.
Así que una tarde, sumergida en la lectura en uno de los majestuosos salones, con el sol de la tarde filtrándose por los altos ventanales, Abril estaba completamente absorta. Sentía una paz frágil. La humillación de Oriana y la rabia de Lisandro la habían dejado agotada. Así que los libros eran su ancla. Se sentía a salvo en ese mundo de ficción, lejos de la realidad que la estaba succionando.
De repente, una sombra se cernió sobre la página que leía. Levantó la vista y el aire se le atascó en los pulmones.
—Esteban —murmuró, su voz apenas un susurro.
Esteban Dubois estaba allí, tan imponente como siempre, vestido con un cashmere que solo él podía llevar con esa elegancia casual. Su sola presencia hizo que la temperatura de la sala subiera diez grados.
—Sabía que te encontraría entre libros. Siempre has sido una mujer de refugios sólidos, Abril.
—¿Cómo...? ¿Cómo supiste dónde estaba? —preguntó ella, la sorpresa en su voz apenas contenida.
Esteban sonrió, una sonrisa reservada solo para ella, que no llegaba a sus labios, sino a sus profundos ojos oscuros.
—Digamos que tengo mis métodos. Y no cancelaste tus pendientes por cualquier cosa, así me dije que algo te preocupa. Pero dime, ¿qué historia te roba el aliento en estos momentos?
La pregunta de Esteban la tomó totalmente por sorpresa. La mayoría de los hombres de su círculo y los que conocia solo leían informes financieros. Que se interesara por la literatura, y especialmente por la suya, fue inesperado.
—Estoy leyendo a Jane Austen —respondió Abril, levantando el libro—. Orgullo y Prejuicio.
Esteban asintió, su mirada fija no en el libro, sino en el rostro de Abril.
—Ah, Orgullo y Prejuicio. La obra maestra sobre la mala comunicación, la dignidad mal entendida y el amor que no debería ser.
—No es sobre la mala comunicación —replicó Abril con una pequeña sonrisa, sintiéndose instantáneamente cómoda en el debate—. Es sobre la ceguera voluntaria. Lizzy Bennet está tan cegada por el orgullo herido que no puede ver la verdad del corazón de Darcy. Y Darcy está tan consumido por el prejuicio de clase que no puede ser honesto con sus sentimientos.
Esteban se inclinó más cerca, usando el argumento para reducir aún más la distancia física.
—Y sin embargo, se enamoran. Porque en el fondo, ambos son demasiado fuertes para conformarse con menos. Y si lo piensas, Abril, el verdadero conflicto es la lucha contra la conveniencia social. El mundo les dice que no deben estar juntos, pero la fuerza de su voluntad los une.
—La lucha contra la conveniencia social es la historia de todos los tiempos, Esteban —susurró Abril, su mirada fija en sus labios.
La proximidad se había vuelto peligrosa. Los ojos oscuros de Esteban brillaban con una intensidad febril, llenos de la misma fuerza y voluntad que discutían. Estaba tan cerca que ella podía sentir el calor de su cuerpo y el sutil olor a cuero y poder.
Esteban no dijo nada más. La tensión, cocinada a fuego lento desde aquella comida, el Pacto, el incidente en la oficina, la defensa ante todos y ahora esta confesión compartida en Viena, era demasiado para ambos. Él vio la belleza de Abril, su fuerza inquebrantable que no se dejaba dominar por la vulgaridad, y la vulnerabilidad que solo mostraba entre los libros.
Así que Él fue quien cerró la distancia.
Esteban puso la mano con cuidado en la nuca de Abril, no para sujetarla, sino para guiarla. Se inclinó y sus labios se encontraron en un silencio ensordecedor que contrastaba con la majestad de la biblioteca.
Al principio, el beso fue torpe, una colisión de dos personas que habían mantenido sus verdaderas intenciones encerradas tras el muro de la convención. Era un roce tentativo, como si ambos se preguntaran si realmente se atreverían a cruzar esa línea.
Pero el roce fue suficiente para encender la mecha.
Abril no se apartó. En lugar de eso, su mano libre subió y se aferró al cashmere de Esteban. La indecisión desapareció.
El beso se transformó en una danza ardiente y peligrosa. Los labios de Esteban se volvieron firmes y urgentes, reclamando lo que su mente y su corazón habían anhelado. Abril respondió con una intensidad que la sorprendió a sí misma; la furia y el dolor de los últimos meses se canalizaron en ese acto prohibido. No era un beso de consuelo; era un beso de poder y complicidad.
Mientras se besaban, el mundo desapareció.
Lisandro, el divorcio, la traición, todo se desvaneció. Solo existía la verdad de su conexión innegable, y el riesgo delicioso de haberla desatado.
Esteban se separó lentamente, sus frentes tocándose, ambos jadeando ligeramente. Sus ojos, ahora aún más oscuros, se encontraron con los de Abril.
—Esto... —dijo Esteban con voz ronca— ...es lo que quería hacer desde la primera vez que te vi aquel día de otoño.
Abril solo pudo asentir, demasiado aturdida para hablar, pero completamente segura. El beso era la confirmación de la guerra que se avecinaba.
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Editado: 19.12.2025