La amante de mi suegro

Viaje a lo prohibido.

Después de la confesión y el beso en la Biblioteca de Viena, el tiempo pareció detenerse. La frase de Esteban resonaba en la mente de Abril, más potente que cualquier línea de Orgullo y Prejuicio:

«—Esto... es lo que quería hacer desde la primera vez que te vi aquel día de otoño.»

Abril sentía que estaba consumida por una mezcla de alegría e imprudencia. El beso no había sido un error; había sido una necesidad. Sabía que este camino era una espiral descendente de peligro, su esposo era su hijo, después de todo y el es su suegro, pero por primera vez en años, se sentía deseada por alguien que la veía y la defendía. El riesgo era el afrodisíaco.

Esteban le ofreció un escape total, sin siquiera esperar una respuesta.

—Tengo una casa de campo. Un lugar que nadie conoce. Está en Capadocia. Es el lugar perfecto para que el mundo se olvide de nosotros por un par de días. ¿Vienes conmigo?

Abril no dudó. El mismo instinto que la había ayudado a construir su imperio la impulsó a decir sí sin pensar en las consecuencias.

Y un par de horas después, estaban volando en el jet privado de Esteban hacia Turquía.

—No te preocupes por tu avión mi gente se puede hacer cargo de el —le aseguró antes de subir al avión.

El ambiente en la cabina era espeso con el recuerdo del beso. Hablaban de negocios, de literatura, de arte, pero cada palabra era un rodeo elegante a la tensión sexual que burbujeaba entre ellos.

Llegaron a Capadocia justo antes del atardecer. La casa de Esteban no era una "cabaña"; era una residencia de lujo tallada en la roca, con ventanales que ofrecían una vista inigualable del famoso Valle de las Palomas y sus chimeneas de hadas.

Abril se acercó al balcón, el paisaje lunar era irreal.

—Es... impresionante, Esteban.

—Quería traerte a un lugar donde la realidad se sintiera como una historia de ficción —dijo él, colocándose detrás de ella, su aliento rozándole el cuello.

Se quedaron en silencio por un momento, observando cómo los tonos anaranjados y rojos del sol poniente teñían las formaciones rocosas. La cercanía de Esteban era una promesa silenciosa y una advertencia ardiente.

Esteban giró a Abril para que lo mirara. Sus manos se posaron en sus hombros, deslizando suavemente la fina tela de su blusa.

—Aquí no hay Lisandro, no hay Oriana, no hay corporaciones ni divorcios. Aquí solo estamos tú y yo, Abril.

—Eso es lo que más me asusta —confesó ella, su voz apenas un susurro.

—¿Asustada de mí?

—No —Abril levantó la mano y tocó la línea de la mandíbula de Esteban, sintiendo la firmeza de su piel—. Asustada de nosotros. De este combustible que tenemos entre manos. Sabemos que si esto explota, va a destrozar todo a nuestro alrededor.

Esteban capturó su mano y la besó suavemente en la palma, su mirada oscura y profunda.

—Déjalo explotar, una vez lo dijiste. Yo me encargaré de los escombros. Lo que siento por ti, Abril, no es un juego de niños. Lo que viste en Viena... es la verdad. Y esa verdad es más fuerte que cualquier convención social, más fuerte que mi hijo.

Él la atrajo más cerca. El contacto era eléctrico, sus cuerpos encajaban como dos mitades de una verdad oculta.

—Dime que me quieres aquí, Abril. Dime que no soy el único que siente que esta tensión nos va a consumir si no hacemos algo.

—No lo eres —murmuró ella, cerrando los ojos por un instante. La negación no era una opción.

El riesgo era enorme, pero la sed de algo real, de algo tan intenso, era insoportable Su corazón latía con la emoción prohibida de saber que estaba a punto de entregarse al hombre que era su suegro, el patriarca de la familia que estaba destruyendo, y que lo haría con plena conciencia.

Esteban la besó de nuevo, esta vez con una pasión sin contención. Este beso no era torpe ni tentativo; era una declaración de guerra contra el mundo. La llevó hacia el interior de la cueva-casa, la tela de su ropa crujiendo bajo la urgencia de sus manos, dejando atrás el paisaje de piedra lunar y entregándose al ardor que había estado esperando desde el primer día de otoño.

Eran dos almas que ardían.

Esteban la llevó al interior, lejos de la fría luz del anochecer de Capadocia, hacia el calor íntimo de la residencia. El beso que compartían era una liberación, la explosión del combustible que ambos habían temido y deseado.

Las manos de Esteban se movieron con una mezcla de autoridad y reverencia, liberando el nudo en su cabello que lo había mantenido sujeto con una formalidad innecesaria. El cabello de Abril se deslizó sobre sus hombros, y Esteban enterró sus dedos en él, profundizando el beso.

No era solo deseo físico; era el reflejo de un amor oculto y complejo. Abril sentía que la fuerza de Esteban no era controladora, como la de Lisandro, sino protectora. Cada caricia era una afirmación de que ella era suya, pero de una manera que la hacía sentir vista y valorada, no poseída.

Esteban la separó ligeramente solo para quitarle la blusa con una urgencia apenas contenida. La tela cayó al suelo. Él se detuvo, su mirada fija en ella, sus ojos oscuros llenos de asombro y adoración.

—Eres jodidamente hermosa, Abril. Y la dignidad con la que enfrentas al mundo solo te hace más deseable.

Abril no se sintió avergonzada. Se sentía poderosa.

Sus propias manos se apresuraron a quitarle el saco y la camisa a Esteban. Su cuerpo, firme y maduro, era una declaración de su propia fuerza. El contraste entre la seda en su piel y la áspera roca de la cueva, entre la formalidad de sus vidas y la desnudez de sus cuerpos, era embriagador.

Sus labios se encontraron de nuevo. El beso ahora era una conversación sin palabras, una confesión ardiente. Las caricias se volvieron más atrevidas, explorando la geografía del cuerpo del otro con la prisa de años de negación.

Esteban la recostó suavemente en la cama de la suite principal. La piel de Abril se erizó con la frescura de las sábanas de lino, inmediatamente contrastada por el fuego de su toque. Él se cernió sobre ella, el deseo visible en cada músculo tenso de su rostro.




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