—Recuerdo aquel día de otoño... cuando te vi y note esa furia tranquila en los ojos.. supe que eras diferente —susurró Esteban, sus labios trazando una línea de fuego desde su cuello hasta el borde de su pecho.
Abril arqueó la espalda, una rendición total que era en realidad una toma de control. Ella lo había llevado a ese punto.
Los dedos de Esteban se movieron con una habilidad que solo la experiencia y el deseo profundo podían enseñar. No había prisa por llegar al final, sino una lenta y exquisita tortura de la anticipación. Besos húmedos y prolongados sobre la clavícula, mordiscos suaves, el susurro de las intenciones no dichas.
Cada toque, cada roce, era una forma de decir: Este amor ha estado oculto, pero ahora es real. Ahora es nuestro.
La ropa restante se desprendió en el frenesí de su urgencia. Sus cuerpos, por fin, se encontraron piel con piel, un choque de mundos prohibidos que creaban una chispa imparable. El aire se llenó de jadeos y gemidos ahogados. La intensidad era tan abrumadora que se sentía como una violación sagrada de todas las reglas.
El fuego que se había encendido en Viena ahora rugía en la soledad de Capadocia. Los cuerpos se entrelazaron en una sinfonía de deseo y amor prohibido, encontrando un refugio temporal el uno en el otro. Las caricias se volvieron más íntimas, el roce de sus pieles una promesa sellada, ambos tenían la certeza de que no había vuelta atrás, y que ese amor que había estado oculto se había manifestado ahora en una explosión de pasión.
La mañana llegó a la cabaña de Capadocia envuelta en una luz dorada y suave. El recuerdo de la noche anterior, intensa y prohibida, flotaba en el aire como un perfume embriagador. Abril se despertó sintiéndose renovada, con una paz que no conocía desde hacía meses.
Se deslizó fuera de la cama y se puso una bata de seda. El olor a café y especias la guio hasta la cocina, un espacio moderno y elegante tallado en la roca.
Allí estaba Esteban.
Estaba de espaldas a ella, concentrado en la estufa. Vestía solo unos pantalones de jogging oscuros, revelando la poderosa definición de su espalda y brazos. Cada movimiento que hacía, desde cortar los tomates hasta batir los huevos, era deliberado y elegante.
Abril trago saliva sentía que la escena era de una perfección irreal. La cocina, el paisaje fuera de la ventana, y él, el hombre que era su suegro, que la había desarmado con una pasión inesperada, cocinando un desayuno. Se sentía extasiada.
Esta versión de Esteban, despojada de su armadura de patriarca empresarial, era fascinante.
Esteban estaba preparando un Serpme Kahvaltı, un desayuno turco tradicional, con quesos frescos, olivas, menemen (huevos revueltos con tomate y pimiento), y pan recién horneado.
Abril se acercó a la encimera. Esteban ya había destapado una botella de Rakı y había servido dos copas.
—¿Rakı para el desayuno, Esteban? ¿Es parte de la experiencia Capadocia? —preguntó Abril con una sonrisa, tomando la copa de licor anisado.
Esteban se giró, su mirada oscura se posó en ella, llena de una satisfacción tranquila.
—No. Es para celebrar que las reglas se rompieron anoche. Y para brindar por las que vamos a seguir rompiendo.
Mientras Esteban volteaba el menemen, Abril lo observó. Todo en él parecía estar en su lugar, controlado, fuerte.
—Esteban... —comenzó ella, bebiendo un sorbo del fuerte licor—. ¿Siempre has sido tan... perfecto? Todo esto —señaló el desayuno, la cocina, y por extensión, la noche anterior—, se siente demasiado ideal.
Esteban la miró, esa sonrisa profunda y reservada apareció. Se acercó a ella, tomó su copa y, con su dedo pulgar, acarició suavemente el borde de su boca, quitando una gota de licor. La cercanía encendió un fuego instantáneo.
—Perfecto, no. Nadie lo es, Abril. Quien te diga lo contrario te está vendiendo una mentira barata.
Se recostó contra la encimera, sosteniendo su intensa mirada.
—He aprendido a ser mejor persona, sí. He aprendido a tener control y a construir cosas que resistan el tiempo. Pero, como todo ser humano, tengo mis defectos, mis errores, mis decisiones egoístas. Pregúntale a Lisandro.
Hizo una pausa, el nombre de su hijo sirviendo como un recordatorio de la compleja realidad que los rodeaba.
—Pero, la perfección no existe. Por eso, la verdadera belleza, lo que realmente me atrae de una persona, consiste en lo imperfecto. Consiste en la fuerza que demuestras cuando todo se rompe. Consiste en las acciones que pesan más que las palabras.
Él le tocó la mejilla con un cariño abrumador.
—Tú eres perfectamente imperfecta, fuerte a pesar de tu dolor. Y eso es parte de lo que me fascina.
Abril sintió un nudo en la garganta. Ese hombre no solo la había deseado, la había entendido. La había visto en su peor momento y había decidido que sus grietas la hacían más valiosa. Ella sonrió, extasiada por la profundidad de su respuesta.
—Esteban Dubois —dijo ella, levantando su copa en un brindis—. Por la belleza de la imperfección.
Él chocó su copa con la de ella, sus ojos brillando con una promesa peligrosa.
—Por nosotros, Abril. Ahora, come. Tenemos que estar fuertes para la guerra que viene.
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Editado: 19.12.2025