Jude Dynevor había obtenido el título de vizconde de Belmont, tras la muerte reciente de su padre. Había regresado a la capital hace tan poco tiempo tras haberse enterado de la noticia. No había pasado ni una semana de su llegada, pero toda Londres ya parecía haberse enterado de que él se encontraba en la capital. Y no entendía el porqué, ni siquiera se lo había comentado a nadie, solamente lo sabían sus criados, nadie más. Pero cuándo se instaló en la antigua mansión de su padre, al día siguiente ya había recibido infinitas visitas de hombres dándole sus condolencias por la reciente partida de su padre, y también de paso, felicitándolo por su nuevo título obtenido. Un título que él no estaba orgulloso de llevar.
Las personas que lo iban a visitar, no veían que Jude vestía prendas con colores de duelo, siendo que su padre acababa de fallecer hace muy, muy poco tiempo. Tampoco veían al vizconde angustiado o apesadumbrado por la partida de su padre; un detalle que no les había pasado por alto. Por supuesto, se trataba de su padre, ¿quién fuera el hombre sin corazón que no llora con la partida de un padre?
Pero Jude no tenía ganas de fingir tristeza o agonía, ni mucho menos respetar el duelo que correspondía por la muerte de su padre; no tenía ganas de aparentar algo que no sentía. Odiaba Londres con toda su alma. Aquella ciudad le había traído horrendos recuerdos de su dura niñez. No quería estar allí, pero lo habían citado para heredar todos los bienes de su antiguo y desgraciado padre.
Ahora se preguntarán, ¿por qué el vizconde sentía tal desprecio por su padre?
Pues, el antiguo y difunto, George Dynevor, vizconde de Belmont, siempre fue un hombre nefasto y horrendo para Jude. Había abandonado a su familia como sí fueran animales. Los mandó al campo y nunca más quiso saber sobre ellos, solamente regresaban a la capital todos los otoños de todos los años, únicamente para poder disimular que el vizconde, en realidad, era un hombre bueno y honesto, que se llegaba a preocupar tanto por su esposa y su pequeño hijo. Pero Jude en el fondo de su ser, sabía muy bien que el vizconde los despreciaba a ambos. Tanto a su esposa como a su hijo.
No es por nada que siempre golpeaba a su madre diciéndole que era una buena para nada. Jude lo recordaba absolutamente todo, cada detalle estaba grabado en su mente. Cuando era solamente un niño pequeño, su padre venía borracho y siempre escuchaba desde su cuarto, los llantos desgarradores de su madre suplicando que parara de golpearla. Jude lloraba en un rincón de su habitación, sin poder lograr hacer nada más que llorar, se tapaba los oídos con ambas manos y suplicaba a Dios que su padre se detuviera en golpearla, para que a su madre no le pasara nada malo.
Él odiaba a su padre. Era la persona a la que más asco y desprecio tenía.
Siempre se había comportado como un imbécil. El vizconde fallecido, era un hombre mujeriego y canalla que andaba de mujer en mujer, ebrio en cualquier taberna mundana, y apostando y perdiendo el dinero de su familia. Por suerte, Jude pudo recuperar lo perdido, no habían quedado en bancarrota gracias a su buena administración.
Cuando Jude cumplió los quince años de edad, se hizo cargo del dinero de su familia. Su padre no había dicho nada, porque ni siquiera se había enterado de ello. Se la pasaba más en las tabernas con prostitutas, que en su hogar con su familia. Pero para Jude, era mejor así. Ya cuando el vizconde se había dado cuenta de eso, no pudo objetar nada, aunque lo deseaba, ya que en sus últimos años de vida, se lo veía moribundo en los sillones de los pasillos de la casa, tumbado, suplicando, y tratando de poder levantarse, y seguir adelante. Se había vuelto obeso y su corazón poco a poco empezaba a fallar. Había días en que el vizconde caía al suelo, y ahí permanecía horas y horas hasta que un criado se dignara en venir a su auxilio.
Para Jude todo lo que le ocurría a su padre estaba bien; es lo que se había ganado por haber elegido una vida de libertino desvergonzado. Era un maldito infeliz, al que Jude nunca dedicaría una sola lágrima.
No lloró en su funeral, ni tampoco tenía pensado ir allí sí no fuera por la insistencia de su madre en acompañarla. Ya que él no podía negarse a su madre, él haría cualquier cosa por esa mujer.
Su madre, al haber estado en una relación así, de lo más dolorosa, le había dejado algunas secuelas. Sufría de trastorno alimenticio, y por las noches no lograba descansar como debía. Estaba delgada, al punto de que se le notaban demasiado los huesos. Pero, desde que Jude la empezó a cuidar, ella prometió recuperarse, poco a poco, pero lo haría.
Su madre era su razón de seguir adelante. Siempre lo había sido.
Lastimosamente, todo aquel que conocía a Jude nunca decía: "te pareces mucho a tu madre". En realidad, todos decían: "eres idéntico a tu padre". Desde siempre, desde que tenía memoria, siempre le habían dicho que era como su padre.
Un hecho que Jude detestaba.
Podía ser en apariencia, pero jamás en su actitud o comportamiento como hombre. Su padre era un desgraciado dispuesto a abandonar todo por su vida de diversión y lujuria.
Jude sabía perfectamente que su padre había tenido muchas amantes. Siempre tenía la esperanza de hallar quizás algún hermano que haya dejado su padre abandonado, pero nunca había venido alguien a hablar con él sobre eso. Sí eso ocurriera, Jude estaría dispuesto a cuidar de ese hermano, y ofrecerle a vivir con él sí era posible.
Pero, para suerte, quizás, nunca nadie se había presentado como su hermano. Tampoco había escuchado de hijos bastardos del vizconde. Pero quizás, fueron todos acallados por el propio vizconde. Un hombre sin corazón.
Jude ese mismo día, tenía pensado ir a visitar una taberna de la ciudad. Iría a Wolf house pensando en ir a despejar un poco su mente. Regresar a Londres no era tarea sencilla para él, después de todo, allí había ocurrido todo lo que él siempre había despreciado de su vida. Esa ciudad estaba de gris para él, aunque fuera tan verde y colorido. Nunca se sentiría feliz en aquel sitio.