LIRYEL
El primer sonido de mi día no es la alarma, sino el suave clic de la tapa de mi pastillero semanal al abrirse. Es un sonido satisfactorio y preciso. Lunes. Compartimento rojo. La metformina para la diabetes se desliza por mi garganta con un sorbo de agua, seguida de mi dosis matutina de vitaminas. Cada pastilla tiene su orden, su día, su hora. Sin ese orden, el mundo se vuelve impredecible, y la imprevisibilidad es… incómoda.
Las rutinas son el andamiaje que sostiene mi existencia. Las personas neurotípicas no lo entienden; creen que es rigidez o falta de espontaneidad. No es eso. Es como respirar. No piensas en respirar, simplemente lo haces. Mis rutinas son mi forma de respirar en un mundo que a veces parece sofocante. Sin ellas, me ahogo en un mar de posibilidades abrumadoras y expectativas sociales que no puedo descifrar. Aquí, en mi apartamento, cada objeto tiene un lugar, cada acción una secuencia. Es mi refugio de tranquilidad.
Mi apartamento es pequeño, pero perfecto. Las paredes son de un beige suave, nada estridente. No hay cuadros abstractos que mi mente intente descifrar sin éxito, solo fotografías en blanco y negro de paisajes naturales: un bosque pulcro, un lago en perfecta calma. La alfombra es gruesa y amortigua todos los sonidos del exterior. El único ruido proviene de mi gata, Perséfone, ronroneando acurrucada en el sillón de terciopelo verde, su favorito. Es mi espacio seguro. Aquí nadie me exige mirarlos a los ojos, nadie se ofende si mi honestidad es demasiado... honesta.
Después de ponerme mi uniforme informal —un vestido negro holgado, suave al tacto y agradable para la piel, y unas mallas sin costuras—, preparo el desayuno. Yogur natural, un plátano perfectamente maduro (ni muy verde ni con manchas marrones) y una tostada sin corteza, que guardo en un plato aparte para comerla más tarde, de postre. Es el mismo desayuno que como todos los días. La textura del yogur, el sabor dulce y reconfortante del plátano, la textura crujiente de la tostada: son sensaciones predecibles. Calman mi ansiedad antes de enfrentarme al mundo.
Son las 7:15 a. m. cuando suena el teléfono. Lo miro con recelo. La pantalla iluminada muestra: —Mamá—. Respiro hondo. Sé cómo suelen terminar estas conversaciones.
—Hola, mamá—, digo, intentando que mi voz suene lo más neutral posible.
—¡Liryel, hija! ¿Lista para ir a trabajar? —Su voz es un torrente de energía matutina que se estrella contra mi tranquilidad.
—Sí. Mi rutina termina en doce minutos. Me voy en treinta y siete.
—Ay, cariño, siempre con esos números—, suelta una risa que no comparto. —Oye, estaba pensando... la hija de la señora de la limpieza, ¿recuerdas? Consiguió trabajo en una guardería. Parece muy simpática, rodeada de niños, qué dulce. ¿No te gustaría algo así? Algo... más normal, ¿sabes?
Normal. Esa palabra. Es como un pequeño cuchillo sin filo que me clavan sin querer cada vez. ¿Qué es normal? ¿La guardería? Los niños gritando, el caos, la mezcla de olores a leche, crema y llanto... solo pensarlo me pone los pelos de punta. No lo dice en serio, lo sé. Es su forma de demostrar que le importo. Pero su preocupación parece un juicio constante, una confirmación de que soy un rompecabezas que no ha podido armar.
—Mi trabajo es normal, mamá—, respondo, mirando el estampado de la alfombra. —Organizo, planifico, gestiono. El Sr. Quinsly depende de mi eficiencia.
—Sí, sí, ese multimillonario... —Su tono se vuelve ligeramente sospechoso—. Ten cuidado con esos hombres, Liryel. Son mundos muy diferentes al nuestro. Por si acaso...
—El Sr. Quinsly es un jefe profesional y yo soy su asistente—, interrumpo, más abruptamente de lo que pretendía. —Nuestra relación es estrictamente profesional. Cordial. Nada más.
—Bueno, bueno, no te preocupes. Solo digo que una chica como tú, en un ambiente así... bueno. Te llamo luego, cariño. Cuídate.
Cuelgo. La habitación vuelve al silencio, pero la paz tarda un poco más en volver. Perséfone se acerca y se frota contra mis piernas; su ronroneo es un bálsamo familiar. Le acaricio la cabeza, sintiendo la vibración en mis dedos.
—Ella no lo entiende, Perse —susurro—. Nadie lo entiende.
A las 7:52 a. m. salgo de mi apartamento. La transición siempre es discordante. El pasillo tiene una luz fluorescente que parpadea irregularmente y un olor a limpiador ácido que me eriza la nariz. Bajo las escaleras (evito el ascensor; las pequeñas cajas metálicas me dan claustrofobia) y salgo a la calle. La ciudad es un muro de sonidos: bocinas, motores, fragmentos de conversaciones, risas estridentes. Tenso los hombros instintivamente, como si pudiera hacerme más pequeña. Camino deprisa, con la mirada fija en las baldosas de la acera, contando los pasos. Es la única manera de no sentirme agobiada.
La Torre Quinsly se alza como un coloso de cristal y acero. Es un mundo ordenado, pero de un orden diferente al mío. Un orden imponente y frío. El vestíbulo es un espectáculo de mármol pulido y trajes de negocios que se mueven con urgencia. Evito las miradas y me dirijo directamente al ascensor privado que me lleva a la suite ejecutiva. Mi santuario en medio del caos.
Al salir del ascensor, el mundo cambia. El ruido se suaviza. La alfombra es más gruesa, el aire huele a limón y madera pulida, no a desinfectante. Mi escritorio está en una antesala, frente a la imponente puerta de roble de la oficina de Draven. Es un espacio limpio y ordenado. Mi portátil, una agenda de cuero, una foto de Perséfone y un pequeño jarrón con una orquídea blanca que renuevo cada lunes.
Son las 8:28 a.m. Tengo treinta y dos minutos para revisar la agenda del Sr. Quinsly, priorizar sus correos electrónicos y asegurarme de que su café esté listo cuando llegue a las 9:00 a.m. en punto.
La puerta del ascensor se abre a las 8:59 a. m. Draven Quinsly entra con la energía de un frente tormentoso. Lleva un traje azul marino que le sienta como un guante a sus anchos hombros, y su porte es tan autoritario que parece llevar una capa invisible de autoridad. Su aroma a jabón de sándalo y algo fresco, como la brisa antes de una tormenta, llena el espacio antes de que él mismo lo ocupe por completo.