—Liryel —me interrumpió, con un dolor tan palpable en la voz que me estremecí—. El médico... dijo que el bebé está bien.
El mundo no se detuvo. Se hizo añicos.
Todo sonido, todo aire, todo significado se evaporó de la habitación. Solo existían sus palabras, flotando en el espacio entre nosotros, imposibles, absurdas, aterradoras.
Bebé. Dijo —bebé—. Esa palabra. Esa palabra no tiene contexto aquí. No tiene conexión con la realidad. Es un error. Un error de datos. Un malentendido. Como cuando un software de contabilidad clasifica mal un gasto. Tiene que ser un error. Porque si no lo es... si no lo es, entonces todo, todo lo que creía saber sobre mi cuerpo, sobre las últimas semanas, sobre esa niebla... es mentira. Y una mentira tan grande no puede ser real.
Mis ojos, abiertos por la sorpresa, se encontraron con los suyos. La confusión en mi rostro debió ser tan absoluta, tan genuina, que el horror en el suyo se profundizó.
—¿Qué... bebé, señor Quinsly? —pregunté, cada palabra como un cristal roto en mi garganta.
Fue entonces cuando lo vi. El momento en que la última y débil esperanza que albergaba —la esperanza de que el médico se hubiera equivocado, de que todo fuera una pesadilla— se desvaneció ante la confusión cruda, inocente e incuestionable en mis ojos. No estaba fingiendo. No lo sabía.
Abrió la boca, pero no emitió ningún sonido. Se tambaleó, aferrándose al marco de la puerta con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. El hombre más poderoso que conocía, el hombre que comandaba imperios, estaba completamente destrozado, derrotado por dos palabras.
—¿Qué bebé?