Silvia
♥︎
El vestido blanco ahora es rosa. Rosa chillón. Rosa «Fui a la premier de la película de Barbie».
—¿Qué clase de inútil mete una prenda roja con las blancas? ¡Esto es seda italiana!
Sostengo la prenda sin saber bien qué decir. Supongo que no puedo decirle que meter un vestido de seda italiana con el resto de la ropa sucia fue su primer error.
—Yo no fui quien lavó su carga, señora, pero si me permite un momento…
—¡Oh, claro! —interrumpe, alzando los brazos como si de verdad le costara mantenerse en pie ante semejante tragedia—. Entonces tú sólo estás aquí para cobrar y no hacerte responsable. Fantástico.
Respiro hondo. Aprieto los puños detrás del mostrador.
Sé que probablemente esta mujer sólo tuvo un mal día y me ha tocado pagar los platos rotos, como siempre nos pasa a quienes trabajamos en atención al cliente. Pero eso no significa que sea más fácil soportarlo.
—Puedo pasar la queja al gerente —digo, señalando la puerta detrás de mí con calma fingida—. Tal vez podamos ofrecerle una solución.
—Ya lo creo que lo harán —espeta, subiendo aún más la voz. Su tono ya no es irritado, es teatral—. Porque esto arruinó un evento de gala… ¿Tú sabes cuánto cuesta un vestido así?
Y, como si necesitara subrayar su punto, me repasa con la mirada de pies a cabeza antes de contestarse sola:
»No, claro que no lo sabes.
No respondo. Tiene razón. No lo sé. Y si lo supiera, probablemente tendría que calcular cuántos turnos de diez horas necesitaría para poder comprar uno.
Y, además, definitivamente no lo mandaría a la lavandería de la esquina.
La puerta a mi espalda se abre con un leve chirrido. No tengo que girarme para saber que es mi jefe. Seguro escuchó el escándalo desde la oficina. Odia los gritos tanto como los problemas.
Se detiene a mi lado con su mejor sonrisa diplomática y pregunta con una voz amable:
—Muy buenas noches, señora… ¿Podría explicarme qué sucede?
Permanezco callada mientras ella empieza su discurso, indignada. Según su versión, esta incompetente —o sea, yo— arruinó su costosísimo vestido al lavarlo con alguna prenda roja. Y, por si fuera poco, me niego a aceptar la culpa y sólo quiero desentenderme del asunto.
¡Pero es que yo no lavo la ropa! ¡Sólo soy la recepcionista!
—Qué lamentable situación… —murmura mi jefe, negando con la cabeza mientras adopta su expresión de «esto no quedará así»—. Definitivamente es un error garrafal de mi personal, y le prometo que tomaré cartas en el asunto…
—Eso espero —sisea ella, cruzándose de brazos con dramatismo mientras vuelve a lanzarme una mirada desdeñosa—. Su personal deja mucho qué desear.
Mi jefe suelta una risa nerviosa y agrega:
—Vamos a compensarla de inmediato, ¿le parece? Le ofrecemos un mes de servicio gratuito, sin condiciones.
Ella lo mira. Me mira. Y frunce los labios con aún más indignación, como si le hubieran mandado a saludar a su madre en tres idiomas diferentes… pero acepta.
Yo me aparto, sólo un poco. Lo justo para dejarle espacio a mi jefe mientras él se sienta frente a la computadora y comienza a hacer los ajustes en la cuenta de la clienta.
La mujer no deja de lanzarme miradas autosuficientes mientras termina su trato con él y recoge su ropa limpia, como si hubiera ganado una batalla importante.
Cuando se marcha, suelto el aire que tenía contenido desde hace rato.
Mi jefe no me mira. Sigue tecleando con expresión neutra, como si todo esto no fuera nada nuevo. Me aclaro la garganta, y con mi mejor voz profesional intento disculparme:
—En verdad lo lamento. Es que, para empezar, la seda italiana no debe lavarse en la lavadora. Ella no debió meter ese vestido junto con todo lo demás, y…
—Silvia —interrumpe él, sin apartar la vista de la pantalla—. Puedes irte.
Parpadeo.
—¿Ahora? —Miro el reloj. Apenas son las ocho de la noche. Aún nos queda una hora más de trabajo—. ¿Puedo irme temprano?
Él respira hondo. Se toma su tiempo antes de contestar. Termina algo en la computadora, y luego gira lentamente hacia mí. Me repasa con la mirada, pero su expresión ya no es neutral, es desilusionada. Aunque no sé si está decepcionado de mí… o de sí mismo por haberme contratado.
—No, Silvia. Puedes irte… definitivamente.
Me quedo inmóvil.
Creo que hasta mi corazón se detiene un segundo.
Abro la boca, pero no sé qué decir. Sólo miro alrededor. Las lavadoras de autoservicio están vacías. Por suerte no hay nadie más aquí para presenciar cómo esa mujer me gritó… y cómo acaban de despedirme.
No puede ser.
Las lágrimas comienzan a agolparse en mis ojos. Trato de tragarlas, de no dejar que se desborden.
No ha sido fácil conseguir este empleo. No tengo estudios, y con un horario tan enredado como el mío, nadie quiere contratarme.