Tiro el vaso vacío de café a la papelera, junto con los restos de esas fantasías prohibidas sobre Podolskyi. Aunque estas últimas… son más difíciles de desechar.
Se me aferran al tobillo, se arrastran por el suelo claro, suplicando que me detenga, que las recoja… Pero me obligo a resistir.
Dejo de ver a nadie vestido con un uniforme provocativo de médico o policía. ¡Demonios! Otra vez siento que la risa me sube a la garganta. Apenas logro contenerme para no largarme a reír a carcajadas en medio de la oficina.
En mi cabeza tengo la sensación de no haber tomado un café, sino una copa llena de vodka con hierbas… o licor de cereza. Pero sin estar borracha.
Ahora mismo solo quiero reírme… y al mismo tiempo caer sobre una almohada y dormir profundamente. Solo pido que el estimado Pavlo Petrovych no se cuele en mis sueños prometidos.
Estamos parados frente al ascensor. Esperamos a que llegue. Inclino la cabeza, intentando calmarme como sea. Tengo que dejar de dar vueltas a esos pensamientos ridículos.
Y lo consigo gracias a un truco muy simple: recordar la escena de anoche… y esa mirada lasciva bajo mi falda. Podolskyi me miraba como un lobo hambriento a un rebaño de ovejas indefensas.
Recuerdo perfectamente cómo le brillaban los ojos, como reflectores. Ni siquiera parpadeaba. Y después recibió su merecido…
Pero al mismo tiempo me carcome otra duda: ¿cuándo le dio tiempo a grabar el video? ¿Y cómo es que nadie se dio cuenta? ¿Y si no fue el único que lo hizo? Eso me faltaba…
Si alguna vez vuelvo a ir a un club, me pondré pantalones. No quiero correr el riesgo de que alguien me grabe con el móvil... para luego mirar el video antes de dormir...
Uy… Puaj… Me viene de golpe una imagen tan asquerosa que hasta me siento sucia… Aunque claro, es normal que los hombres hagan esas cosas, porque les pica. Pero recién ahora me doy cuenta de para qué era ese video, y le suelto la pregunta justo cuando se abren las puertas plateadas del ascensor:
—¿Para qué hiciste ese video?
—Para que me lo preguntaras justo ahora —responde con la originalidad de un cactus, mientras entramos a la cabina. Pavlo pulsa el botón del primer piso.
—¿Para alguna diversión estúpida? —lo encaro directamente—. ¿Sí? ¡Admítelo!
Él reprime una sonrisa. Lo cual solo confirma que tengo razón. Es terrible. Pero, ¿qué más se puede esperar de un hombre que quiere convertirme en su amante? Que sueña con llevarme a la cama y cumplir todas sus fantasías…
—No todos los días se ve a una chica guapa bailando sobre una mesa, así que saqué el móvil y empecé a grabar —explica como si nada.
—Podría demandarte por eso —suelto sin pensarlo.
—Hazlo —responde, girando la cabeza con calma. En sus ojos, ahora de un gris afilado, chispea una seguridad casi ofensiva—. Así todos se enterarían. ¿Y eso te conviene?
Desvío la mirada. Me cuesta hablar con él. No tengo ni idea de cómo voy a trabajar a su lado, pero no me queda otra. Y cuando tu jefe te mira mientras habla de producción y al mismo tiempo alarga los dedos hacia tu falda con intenciones nada inocentes… eso no es una oficina, es un campo minado.
Es como esos juegos divertidos que daban en la tele, donde te daban un cubo lleno de agua y tenías que llevarlo hasta el otro extremo sin derramar nada, pero el camino estaba lleno de trampas y obstáculos. Nunca recuerdo el nombre de ese programa, pero era divertidísimo.
Por fin el ascensor llega a la planta baja. Salgo primera, y al cabo de un minuto ya estoy fuera del edificio. Hace un clima perfecto. Huele a flores dulces, a primavera pegajosa. Ese aroma me adormece. Me entra una flojera deliciosa.
Tal vez debería llamar a mi padre ahora mismo y decirle que estoy agotada y que no voy a ir. Al fin y al cabo, soy su hija. Seguro que se apiada de mí.
Sé que no está bien jugar la carta del lazo sagrado entre padre e hija… pero por una vez, podría hacer una excepción.
—Vamos —me alcanza Podolskyi con paso firme.
—Ajá —respondo, siguiéndolo hacia el aparcamiento. Por el rabillo del ojo veo mi coche. Hoy le toca quedarse aquí, solo, en vez de dormir tranquilo junto a mi edificio.
Seguimos caminando. Y con cada paso mi humor se agria más. Solo me crece el fastidio. Es normal: estoy agotada, me pesan las piernas, y encima empieza a dolerme otra vez la cabeza.
Escucho un sonido como un sapo croando. El jefe desactiva la alarma de su todoterreno negro. Me detengo un segundo para observar. Es enorme. Como una barcaza.
Y de inmediato me acuerdo de un artículo que hablaba sobre un estudio curioso: los científicos habían encontrado cierta correlación entre el tipo de coche que eligen los hombres… y la duración de sus hazañas en la cama.
Entonces, si llegara a convertirme en la amante de Podolskyi… ¿me esperarían solo tres minutos?
No digo que lo del artículo sea una verdad absoluta —en Internet se puede encontrar de todo—, pero igual pienso aprovecharlo para lanzarle una pullita.
—Así que no solo te gusta la velocidad al volante, ¿eh? —le suelto.