La semana siguiente resulta endiabladamente dura, todo por culpa del trabajo, que cae sobre mí como una ola gigante hasta dejarme sin aliento. No me esperaba que el ritmo fuera tan frenético desde el primer día, absorbiendo casi toda mi energía. Por las noches solo quiero una cosa: dormir.
Reuniones importantes, preparación de documentos, informes y demás. Un horario de locura. No hay ni un momento para sentarse y tomar aliento. Respirar hondo, soltar los nervios… aunque sea por un minuto.
Ahora mismo lo estoy pasando mal, porque no estaba preparada para esto. Claro que con el tiempo me acostumbraré, pero por ahora siento que estoy al borde de perder la cabeza.
Ni siquiera tengo tiempo para “pinchar” verbalmente a Pasha. Mi odio hacia él no ha desaparecido, sigue ahí, ardiendo en silencio. Sobre todo por ese deseo suyo de quitarme la falda, la blusa y el sujetador. Pero no hay tiempo para nada de eso, porque el trabajo está por encima de todo.
Si dejo de lado —aunque sea por un momento— mis "positivos" sentimientos hacia él, hay que admitir que como jefe no está nada mal. Es bastante sensato y, desde luego, no es ningún tonto. Tiene la cabeza fría y no toma decisiones precipitadas. Actúa con lógica y no se deja llevar por el pánico en los momentos difíciles.
Aunque, claro, cuando recuerdo quién es en realidad… solo un hombre más, con lascivia en la mirada. En mi libro de clasificación de especímenes del sexo opuesto, él entra en la categoría de "macho típico". Y ni siquiera quiero enumerar las características de esa especie.
Aun así, no bajo la guardia, porque sé que tarde o temprano se le va a ocurrir algo. En cualquier momento podría entrar en el despacho, cerrar la puerta por dentro e intentar seducirme. No tengo idea de cómo lo hará… pero lo presiento. De esos tres “P” solo se puede esperar sorpresas.
Por fin ha caído la noche del viernes. Afuera hace calor, el clima está perfecto. El aire invita a salir a pasear, pero, por desgracia, no puedo moverme del sitio para disfrutar de este prometedor inicio de mayo.
Ahora mismo estoy sentada con Podolskyi en una reunión con Yevhenii Kubranskyi, un hombre tan parlanchín que da miedo. Entre una palabra y otra no hay espacio ni para meter una aguja. Habla sin parar y repite una y otra vez lo acertado que ha sido unirnos —aunque sea parcialmente— a su nuevo proyecto hotelero.
Ya debe ser la quinta vez que repite que no fue solo una buena decisión, sino una increíblemente buena. Me aburro como una ostra, y para no morir de tedio, hojeo el contrato, como si esperara encontrar algo nuevo entre sus páginas.
Pasha, en cambio, lo escucha con atención y mantiene viva esa conversación monocorde. ¿Cómo lo aguanta? Yo ya le habría dicho:
—Amigo, basta ya. ¡El contrato ya está firmado!
Pero Podolskyi sigue hablándole con la misma cara seria, como si de verdad le interesara oír lo mismo una y otra vez.
Cierro el contrato y dejo que mi vista se pierda por la ventana. Afuera ya está oscureciendo. El final de la semana se viste con la túnica cerrada de la noche y enciende el zumbido de los escarabajos de mayo.
Mis piernas me piden a gritos salir de este sitio aburrido y dar un paseo. Pero sé que no va a pasar. Me cuesta creer que justo ahora Kubranskyi vaya a dejar de soltar su monólogo.
Y en serio… ¿por qué esta reunión es justo por la noche, y encima en Bila Tserkva? Los hoteles que vamos a abrir están en la capital, no aquí.
Un enigma más. Como esa otra incógnita: ¿por qué Podolskyi nunca toma café? Siempre lo pide en las reuniones, pero sus labios jamás lo prueban. La taza siempre queda intacta.
Ladéanamente, mis ojos se posan en sus labios, y de pronto… siento una llamarada detrás de la oreja. Me llevo la mano enseguida. La piel está fría, pero todo arde como si me hubieran apoyado una brasa encendida.
—Ah, casi lo olvido —dice el socio mientras aplaude con entusiasmo—. A principios de julio se inaugurará un restaurante en la capital. Están cordialmente invitados. Aún no tengo la fecha exacta, pero en cuanto la tenga, se las haré saber.
—Gracias —responde Podolskyi y, por primera vez en esta velada empalagosa, clava en mí sus ojos de acero. Bajo la luz amarillenta del restaurante, reflejan un brillo azul ultramar.
—Iremos, sin falta. ¿Es un proyecto con Khvylovyi?
—Casi. Él tiene una tercera parte.
—Entendido —murmura, y continúa observándome, pero yo desvío la mirada, frunciendo ligeramente el ceño.
Kubranskyi sigue hablando de no sé qué más, y cuando afuera ya está completamente oscuro, la reunión finalmente llega a su fin. Él se despide y se marcha.
Yo, en cambio, siento una alegría inmensa. ¡Por fin!
Empiezo a meter todos los documentos a toda prisa en una carpeta. Solo quiero irme a casa. Increíble. Esta reunión me ha agotado hasta el extremo.
—Esta noche es muy bonita —dice de repente Podolskyi, y en seguida entiendo: empieza a moverse. Sigue con su intento de ganar la apuesta.
—Tal vez —respondo con indiferencia.
—¿Has estado en el parque dendrológico “Oleksandría”? —me sorprende con la pregunta.