No hay forma de escapar de Podolskyi . Está demasiado decidido.
Si elijo volver a casa, tendré que pasar al menos una hora en su coche, y eso es lo último que quiero. Pero si me quedo aquí, al menos no tendremos que sentarnos juntos. Tendremos habitaciones separadas.
Y además... no me apetece nada volver mañana solo para recoger el coche. Prefiero hacerme las gafas nuevas y regresar conduciendo mi auto.
—Vamos al hotel —digo con calma, dejando de lado sus historias de miedo, mientras me acomodo un mechón detrás de la oreja.
—Así que te rindes. Me alegra oírlo.
Guardo silencio. Me saca de quicio. Aprieto la mejilla por dentro con los dientes y frunzo el ceño.
—Entonces, vamos al coche —me toma de la mano con total seguridad, como si fuera su novia. Una oleada ardiente de indignación me recorre al instante.
—Y allí buscamos un buen hotel en el mapa —añade al ver mi mirada fulminante—. ¿Qué pasa? ¿No puedes caminar? ¿Quieres que te cargue?
—Puedo andar sin perro guía —respondo con desdén, soltando mi mano, que él deja ir.
—Perfecto. Pero camina a mi lado, no a dos kilómetros. Así me dará tiempo de atraparte si te caes.
—No volveré a caerme —murmuro, sintiendo todavía el eco del dolor en las rodillas y las palmas.
Vamos despacio hacia el coche. Podolskyi me abre la puerta con galantería. Me siento y enseguida saco de mi bolso unas toallitas húmedas que, si hay que creer lo que dice el paquete verde, no solo huelen a limón, sino que también tienen un potente efecto antibacteriano.
Me limpio las manos y las rodillas. Pasha se sienta a mi lado, observa mis movimientos, y luego se inclina hacia el asiento del copiloto para sacar un bolso negro: un botiquín.
—Mejor usa antiséptico. Esas toallitas solo empeoran las cosas.
—Gracias —respondo, tomando el botiquín y buscando lo que necesito: discos de algodón y agua oxigenada.
Mientras tanto, Pasha busca un hotel, y no le toma mucho tiempo. Pronto informa:
—A dos cuadras hay un hotel decente, y justo enfrente hay una óptica.
—Perfecto —respondo, terminando de limpiar las zonas que más duelen tras la caída.
Podolskyi enciende el motor y yo vuelvo a guardar el botiquín en su sitio.
Jamás habría imaginado que la noche terminaría así.
Tengo la extraña sensación de que alguien me empujó a propósito… pero no fue así. Pero no, fui yo quien cayó sola y arruinó la noche… y gran parte del sábado.
¿Y quién tiene la culpa? Solo yo. Debería mirar por dónde camino, en lugar de correr como una furia y pensar que el mundo entero está bajo mis pies. ¿O será que el destino se está burlando de mí?
No alcanzo a responderme esa pregunta molesta, porque ya hemos llegado al hotel. Pasha me abre la puerta y me ofrece la mano.
A pesar de todo… al menos tiene modales. Acepto su ayuda y salgo al exterior, donde el aire ya está fresco.
Lo primero que veo es un hotel de cuatro plantas. A simple vista parece un lugar decente. Obviamente no distingo los detalles, pero por ahora no tengo quejas.
Dentro hay luz y una atmósfera acogedora. En la recepción nos espera una chica rubia, que nos recibe con una sonrisa y enseguida empieza a hablar de las habitaciones disponibles. Lo que menciona nos sirve. Como era de esperar, solo quedan las más caras, pero el dinero no es un problema.
—¿Una sola habitación para los dos? ¿Correcto? —pregunta con amabilidad.
—No, dos —la corrijo al instante—. Necesitamos dos habitaciones distintas.
En su rostro aparece un gesto incómodo. Me doy cuenta de que se sorprende por alguna razón, lo que me parece un poco fuera de lugar. ¿Acaso una mujer y un hombre no pueden llegar juntos y pedir cuartos separados?
—Está bien —asiente—. ¿Sus nombres, por favor?
Un minuto después ya tenemos las llaves. Nuestras habitaciones están en el segundo piso. La mía es la 222 y la de Podolskyi, la 245. Así que estaremos en partes opuestas del pasillo. Eso me tranquiliza. No quiero estar cerca.
Pero el destino me oye… y hace exactamente lo contrario.
Nuestras habitaciones están justo una frente a la otra, y además, al final del pasillo. Me enfurece la coincidencia. Resoplo de rabia, y del coraje no logro meter la llave en la cerradura. Se me escapa, rebota y cae al suelo con un tintineo.
Me agacho para buscarla, pero Podolskyi ya la tiene en la mano y me la extiende.
—Gracias —alargo la mano para tomarla, pero él la retira de golpe.
Me descoloco de inmediato. ¿Qué está haciendo? ¿Por qué no me la da? ¿Qué tonterías son estas?
—Natalia, ¿creías que sería tan fácil? —sonríe y, de repente, me acorrala contra la puerta—. ¿Quieres la llave? —la hace girar entre los dedos—. Pídemela.
—¿Hablas en serio? —no doy crédito a sus palabras ni a sus acciones.
—Sí —responde con firmeza.
—¿Y cómo sería eso? —inclino un poco la cabeza, con escepticismo.
—¿De verdad no lo sabes? No eres una niña.
Hace tiempo que no juego con muñecas rubias de vestidos rosas, y entiendo perfectamente lo que quiere decir. Sus insinuaciones son tan claras como el cristal. Quiere que me rinda.
¿No está pidiendo demasiado? ¿Rendirme solo por una llave? Es un precio demasiado alto. ¿Es que no lo ve? ¿De verdad cree que voy a caer en eso?
—¿Más específico? —pregunto, y él se acerca aún más. Me tiene completamente acorralada. Una trampa más.
—¿Quieres que te dé una lista de pasos? —sus ojos se oscurecen como si cayera la noche—. Supongo que sabes cómo va esto. Podemos empezar con un abrazo, seguir con un beso… y después quitarnos la ropa…
Su mano derecha se desliza por mi espalda, mientras la izquierda aún sostiene la llave. Intento arrebatársela, pero es inútil. Es alto y tiene brazos largos. La levanta. No alcanzo.