Anda detuvo su embarcación en medio del anchuroso río. Sabía que no tardaría en anochecer y debía llegar cuanto antes a su destino, pero valía la pena contemplar el paisaje unos segundos. A ambas orillas se extendían los bosques de coníferas. Frente a ella parecía flotar, mecida por el empuje de las aguas, la isla, propiedad de su familia. Y las verdes montañas encuadraban al fondo la escena, contra la luz roja de un sol que acuchillaba las nubes. La serenidad del entorno le condujo a reflexionar sobre qué hacía allí y a reafirmarse. La discusión había sido agria; no deseaba ver a su padre durante varios días; con su madre también se hallaba algo resentida. Agarró su mochila y, sin pensar mucho, la llenó de ropa, unos cuantos enseres básicos, una colección de conservas y listo, dio un portazo y se marchó en dirección a la lancha, no sin antes buscar entre las llaves colgadas en el vestíbulo la de la cabaña e introducírsela en el bolsillo.
Reanudó su trayecto y tras media hora larga se halló en la estrecha playa de la isla. La última vez que había visitado el lugar ella era pequeña e iba de la mano de sus padres. Ahora, sola y con veinte años más, no lo recordaba tan vasto, ni tan oscuro, ni tan tenebroso. Mas no quería volver atrás. Solo de pensar en su familia le hervía la sangre.
Encalló la embarcación en la arena de la orilla y saltó a tierra firme. Un ejército de pinos y abetos se erguía ante ella. La idea de internarse en la espesura le recorrió la espalda en forma de escalofrío. Hubo de recordarse varias veces que ese terreno era propiedad de su familia y que nadie más tenía derecho a pisarlo. En ese sentido era una isla virgen, con la excepción de la cabaña que se hallaba en algún claro de su interior y que se disponía a ocupar.
Todavía restaba algo de claridad como para ver por dónde caminaba. Aun así, aceleró el paso mientras se bajaba el gorro de lana hasta las cejas y se frotaba las manos. Bajo sus pies, el lecho de hojas otoñales crujía en el silencio que la rodeaba. También escuchaba el rumor del río que abrazaba a la isla y su propio jadeo entrecortado, pero eso era todo lo que alcanzaba sus tímpanos. Buscaba con la mirada la cabaña mientras caminaba, pero por contra se topó con una estructura diferente. Se trataba de una atalaya circular de ladrillo, alta como para sobrepasar las copas de los árboles circundantes, con ventanas solo en la parte superior, esta sí, de base cuadrada. Una construcción así no debería estar ahí. «¿Qué demonios es est…?». Entonces, un tenue recuerdo afloró en su memoria. Sí debía estar ahí. Se trataba de la atalaya del vigilante. ¿Había un vigilante? Sí. Recordaba que lo había. Se apresuró a alejarse de allí.
No tardó en dar con la cabaña. Cuando se dispuso a utilizar la llave para entrar, se percató de que no había cerradura. «No puede ser…». En su lugar estaba el agujero dejado por esta. Empujó la puerta sin más y entró. Buscó sin éxito un inexistente interruptor de la luz. «Claro, qué tonta». Encendió la aplicación de linterna de su teléfono móvil; ya se preocuparía del tema de la luz por la mañana. Torció el gesto ante la sola idea de dormir con la puerta abierta, pero ahora lo único que su cuerpo le pedía era conciliar el sueño. Un reconocimiento rápido por el interior le permitió observar más o menos dónde se encontraba todo. Se trataba de una única estancia con cama, mesa, un par de sillas, un armario, unos estantes y poco más. Arrimó una silla a la puerta a modo de somero atrancamiento. Se desvistió, se colocó el pijama y entró en la cama. Esta le pareció muy cómoda. Bajo las mantas y contemplando las estrellas a través del ventanuco, se preguntó: «Anda, querida, ¿cómo se te ha ocurrido hacer esto?».
***
Le costó mucho dormirse. No tenía claro si era por los sonidos del exterior que se le antojaban pisadas o por sus forzados intentos de acallar los temores. «Aunque fueran unos pasos de verdad, serían los del vigilante, y él está para vigilar… Maldita sea, no recordaba que había un vigilante. ¿Aún trabaja aquí? Mi familia no lo ha mencionado en años». También podía ser un animal. ¿Qué animales había en la isla? La última vez que consultó el móvil antes de dormirse eran casi las once, y ahora de alguna manera lo volvía a tener en la mano y eran pasadas las tres. Unos golpecitos martillearon su ventana. Vislumbró una figura oscura recortarse contra la luz lunar y se restregó los ojos. Cuando los abrió de nuevo, la figura no estaba. Salió de la cama arrastrando la manta con ella y se acercó despacio al cristal. Miró al exterior en todas direcciones y solo presenció la negra quietud del bosque. Volvió al lecho y tardó al menos una hora más en conciliar el sueño.
***
Casi las ocho y media. Por el día todo parecía diferente. Miró por la ventana; el paisaje, tachonado por los rayos oblicuos de las primeras horas, se le antojó imbuido de una belleza mística. Desayunó rápidamente una lata de macedonia en almíbar y, cuando quiso ir al baño para lavarse la cara, recordó y constató que la cabaña no tenía cuarto de baño. «Aquí todo es tan rústico». Lo único que había era un retrete en un pequeño compartimento separado (demasiados metros en su opinión) de la cabaña. Salió y lo encontró enseguida en dirección oeste. Fue e hizo sus necesidades. Se acercó al río para lavarse las manos y la cara. El paseo y el remojo fueron agradables, aunque el agua casi le congeló los dedos.
Entonces volvió a la cabaña y vio los efectos personales de hombre. Quizás ella había estado demasiado dormida antes para notarlos o la estancia demasiado oscura, pero junto al armario había en el suelo, hecho bola, un pantalón corto de estilo militar y unas botas de montaña. Sobre uno de los estantes una foto enmarcada mostraba a un hombre sonriente empuñando una escopeta en un jardín, con un perro saltando y dos niños correteando detrás, a cierta distancia. El hombre tenía la piel curtida y arrugada pese a que no parecía viejo; era esbelto pero de músculos definidos. Portaba el pelo muy corto, un denso bigote y barba de un día. Vestía como guarda forestal, militar, vigilante o algo parecido.
Editado: 22.10.2024