Anita se puso las zapatillas y con el último nudo a las correas suspiró profundo; cada año, durante cinco días, y esperando las fiestas de Halloween, comenzaba todo, los peores días de su vida, los días en que sus compañeros en la compañía de ballet la miraban con miedo, con lástima y la culpaban de todo, como si ella fuera la culpable de lo que sucedía durante esos días. Muchas veces quiso tirar la toalla y alejarse para siempre de ellos; sin embargo, su deseo de triunfar como bailarina clásica la detenía de cometer esa locura.
—Inhala, exhala; tú puedes, Anita —se dijo ella misma en un murmullo antes de salir del camerino con una sonrisa falsa en el rostro.
Mientras Anita caminaba por el pasillo hacia la sala para ensayar su rutina diaria, tuvo que esforzarse para que su sonrisa no decayera, las personas trataban de caminar lo más alejado posible de ella o simplemente cambiaban el rumbo de su recorrido. Un nudo se atoró en la garganta de Anita, pero levantó la barbilla y siguió caminando con la cabeza en alto, pensando que ellos se perdían unos días de baile mágico, porque a pesar de ser muy trágicos, eran los días que mejor bailaba, cuando más se desarrollaba su talento.
—¿Con qué música desea comenzar hoy? —preguntó el sonidista de la compañía.
Anita puso los ojos en blanco, allí todos sabían las obras que bailaba durante esos días, no obstante, lo dejó pasar, seguramente estaba nervioso y por eso se había olvidado.
—Lo de siempre, por favor —respondió y se puso en posición para el primer paso de baile.
El tiempo se le fue, ya no escuchaba la música, sus pies se movían solos como si sus zapatillas tuvieran vida propia, solo al principio mantuvo los ojos cerrados buscando paz interior, el resto del tiempo sus ojos se mantenían en los espejos que había repartido en aquella sala, mostrándole si fallaba o lo hacía tan magnífico como siempre la elogiaban.
Al final del día, Anita comenzó a reír aliviada, había pasado la hora más trágica y seguía la calma; sin embargo, su sonrisa murió cuando se escuchó un grito en la distancia y el tutú blanco comenzó a cambiar de color a un rojo escarlata.
—¡No, por favor, otra vez no! —gritó Anita deteniéndose de golpe, y poniéndose las manos en la cabeza, se dejó caer al tabloncillo.