Capítulo VI: La Trampa de la Estepa

Los días siguientes se convirtieron en un verdadero infierno para el ejército de Zopirión. La retirada, que se suponía organizada, se convirtió rápidamente en una huida de pánico.

​Los escitas atacaron sin piedad. No se involucraron en combate cuerpo a cuerpo con la falange, sino que la rodearon por los flancos, lanzando nubes de flechas que perforaban escudos y mataban a los caballos cansados. Tan pronto como los macedonios se giraban para contraatacar, los escitas desaparecían como la niebla.

​Lo peor fue que los escitas atacaron constantemente la parte final de la columna, donde iban los heridos y se encontraban los restos de las provisiones.

​El lojago Cleón, tratando de mantener algo de disciplina, iba en la retaguardia. Vio cómo los macedonios, una vez invencibles, se convertían en una manada de mendigos asustados. La sed y el hambre eran sus principales enemigos, y los escitas solo su instrumento. Los soldados arrojaban armaduras e incluso armas para ir más rápido.

​Zopirión, en la vanguardia, no podía controlar la retaguardia y no podía comprender la táctica del enemigo.

​«¿¡Por qué no luchan!?» — gritó. «¡Esto es cobardía! ¡No son dignos del nombre de guerrero!»

​Pero Otaku y sus guerreros sabían que no era cobardía, sino sabiduría. Cada flecha disparada, cada kilómetro recorrido sin agua los acercaba a la victoria.

​Los escitas condujeron deliberadamente a los macedonios a una región conocida por sus pantanos y llanuras aluviales, donde la infantería pesada no podía moverse rápidamente y la falange perdía su integridad.

​La última y fatal batalla tuvo lugar a orillas de un pequeño río, cuyo nombre se perdió en la historia. Los macedonios, agotados, deshidratados, intentaron vadear el río para llegar a tierras más fértiles.

​Fue allí, cuando sus filas se estiraron durante el cruce, que los escitas lanzaron el golpe decisivo.