La Batalla de los Treinta y Dos (libro 3 y Final)

Capítulo 61

La euforia en el pecho del Rey Mathán le había hecho olvidar ya cualquier molestia que sentía. Incluso la traición de Kháli había dejado de ocupar su mente. En lo único que pensaba era que el ánima de Alexandria estaba siendo absorbida por el Árbol Negro en aquellos momentos; con tal poder bajo su soberanía y sus Guerreros intactos, nada podía hacer que perdiera su buen humor.

Con tranquilidad caminaba por el suelo de un lugar al azar del planeta Tierra. A lo largo de su vida había visitado diferentes mundos incontables veces; era algo paradójico que conociera tanto de los escaques, pero tan poco del mundo de los humanos. No le interesaba. No conocía el nombre de las ciudades ni las capitales; desconocía los ríos, los mares y sus historias.

-Insignificancias, - dijo indiferente mientras desenvainaba su espada. La sustancia negra haciendo relucir su arma aún más. Se movía como si estuviera ansiosa por esparcirse. - Ya pronto serás liberada. Solo esperamos a los demás.

Mientras tanto, cada uno de los Guerreros Negros salían de rincones de diferentes partes del mundo: ciudades, campos, desiertos, islas. Desde países avanzados hasta países tercermundistas se vieron con su presencia. Un total de catorce puntos distintos en el mundo fueron ocupados por Guerreros Negros, cada uno cargando un poco de la sustancia.

Era de noche en la ciudad en la que se encontraba Lince. Saliendo de entre la parte más oscura de dos edificios, miró hacia el cielo esperando sentir la señal del Rey.

Se percató de que un desconocido se acercaba a él, intentando ocultarse entre las tinieblas. Le prestó la atención como cualquiera le presta a una hormiga en el pavimento.

-¡Dame tu billetera y celular! - exclamó el hombre en un gruñido,colocando una navaja en su espalda.

-Un mundo tan inmenso y tuviste que toparte conmigo. ¿No eres el sujeto con peor suerte en el mundo?

La Piezas Mayores y Peones tomaron sus lugares como si tuvieran todo el tiempo del Universo. Los caballeros y sus discípulos alzaron sus espadas esperando la señal; Las Torres colocaron sus fuertes puños sobre el suelo. Dereck, la Reina y su discípula sumergieron sus manos en el agua.

El Rey cerró los ojos e inhaló sintiendo el poder de su ejército recorrer sus propias venas. Todos estaban a millas de distancia pero la sensación era de que estaban uno al lado del otro. Listos por lo que venía.

Abrió los ojos y como hablándole al atardecer y a todo individuo que respiraba el mismo aire dijo: - ¿A Dios le tomó diez plagas para salvar a su pueblo? Mírenme salvar al Universo con solo una.

Como si pudieran escucharlo, cada Guerrero esparció la fórmula de la manera que le correspondía.

Los Caballeros ondearon una vez su espada en el aire, partículas de carbón parecieron emerger de ella. La pequeña ola de viento originada por las espadas fue incrementando de tamaño rápidamente a medida que se alejaba, comenzó a empujar el polvo cercano y acrecentó hasta tomar fuerza suficiente para agitar los árboles como si un huracán estuviera azotando los lugares. Así mismo, las partículas de carbón se multiplicaron a la misma velocidad hasta que era dificultoso ver.

Las Torres sumergieron sus enormes brazos en distintos mares para liberar la fórmula ahí, sacudieron sus extremidades para que la sustancia se desprendiera por completo. Las pequeñas sacudidas se extendieron lentamente e incrementaron de forma constante hasta volverse en remolinos amenazantes que pronto se unieron con el cielo nublado y tormentoso para crear huracanes.

Mathán parecía estar en el centro del caos. El protagonista, creador de tanto desastre y destrucción.

Cai lo miraba a lo lejos. El Rey Negro estaba solo, deleitándose con lo que veían sus ojos. Alzando los brazos y sonriendo ante la devastación que creaban sus Guerreros.

A pesar de que Mathán era el único a la vista, Cai no era tan iluso como para creer que su enemigo estaba indefenso y que podía atacarlo sin problemas. No. Pero deseos no le faltaban. Deseaba hacer añicos a ese hombre. Tomarlo entre sus puños, doblarlo y quebrarlo como si no fuera más que una astilla. Sintió su sangre hervir y subírsele a la cabeza. Le temblaron los brazos por la furia que lo invadió en instantes; aún sentía a Kháli inerte entre ellos. Su rostro inexpresivo. Sangre por todos lados. Y el culpable estaba frente a él. Tan solo a unos pasos, luciendo de lo más victorioso.

-¡Cai! ¡La Reina necesitará protección!

La voz de Alexandria fue como un balde de agua fría. Sintió cómo sus extremidades se calmaban y su mente se enfocaba. Sin embargo, la imagen del Rey del Imperio Negro quería retornarlo a esa cólera y violencia que le gritaba a sus oídos que vengara la muerte de Kháli lo más pronto posible.

-¡Cai!

Cai no se hizo repetir. Se dio la vuelta, y rápidamente se dirigió hacia donde estaba la Reina. El viento soplaba y agitaba violentamente los uniformes y cabellos. La Reina estaba en medio de calles pavimentadas. Sus ojos abiertos, concentrados en su propio poder, en lugar de la tormenta que la rodeaba. Sus brazos a los costados, con las palmas hacia arriba.

Ronnman estaba cerca. Atento a cualquier amenaza. No hizo ningún ademán al reconocer a Cai acercarse.

Vacío.

Cai intentaba ignorar el vacío que sentía su pecho. Era como si la tormenta de afuera lograra penetrar su piel y seguir el caos entre sus costillas. Nada estaba bien. Contemplaba las nubes negras que se alzaban sobre él. Kháli debía estar con ellos. Luchando a su lado.




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