El ocaso, abrazando el horizonte, iluminaba el campo de batalla con una cálida luz dorada, y los príncipes de la Rus finalmente sintieron el sabor de la victoria. Tras la dura batalla del Kalka, cuando los mongoles se retiraron, parecía que la unidad y la fraternidad entre ellos se habían vuelto inquebrantables. Se reunieron para celebrar su victoria, pero en esa alegría ya se escondía la sombra de la desconfianza.
En una gran plaza rodeada de árboles, los príncipes comenzaron a festejar. Cada uno, levantando su copa, pronunciaba brindis tratando de superar a los demás en palabras de elogio. «¡Por nuestra gloria!» —exclamó el príncipe Yaroslav, su voz resonando como un trueno, mientras los otros príncipes asentían con la cabeza, pero en sus ojos se percibía descontento. Todos ansiaban reconocimiento, pero nadie quería quedar a la sombra de otro.
El príncipe Danylo, observando la escena, sentía cómo la alegría se transformaba lentamente en tensión. Su corazón latía más rápido al darse cuenta de que la celebración, que debía unirlos, podría convertirse en el inicio de nuevos conflictos. «Debemos ser cautelosos» —susurró para sí mismo, consciente de que las ambiciones de sus hermanos podrían destruir todo lo que habían logrado.
Poco después del primer brindis, comenzaron a circular rumores. «¿Quién realmente dio el golpe decisivo?» —preguntó el príncipe Mstislav, su voz sonando como si tratara de descubrir quién era el verdadero héroe. Los otros príncipes, al oírlo, empezaron a susurrar entre ellos, y sus miradas se cruzaban como flechas listas para la batalla. Todos sabían que la victoria era fruto del esfuerzo conjunto, pero cada uno quería que su nombre quedara en la leyenda.
«¡Yo los llevé a esta victoria!» —afirmó el príncipe Sviatoslav, su rostro enrojecido de ira. «¡Sin mis estrategias, no habríamos podido vencer al enemigo!» Sus palabras provocaron una ola de descontento entre los demás. Comenzaron a recordar sus propios méritos, cómo cada uno había arriesgado la vida para proteger la Rus. El descontento crecía y la atmósfera festiva comenzó a desmoronarse ante sus ojos.
Danylo intentó intervenir, pero su voz se perdía entre los gritos. «¡Debemos mantener la unidad! ¡Es nuestra mayor fuerza!» —exclamó, pero ya era tarde. Los príncipes, que horas antes celebraban juntos, ahora se enfrentaban entre sí, listos para un choque verbal. Cada uno intentaba demostrar que su papel había sido decisivo, y en esa competencia ya no había lugar para la fraternidad.
En ese momento, la celebración se convirtió en una arena para la lucha por el reconocimiento. Las palabras, que debían ser brindis, se volvieron flechas punzantes que golpeaban los corazones. «¡No mereces esta victoria!» —gritó el príncipe Volodymyr, sus ojos ardían de ira. «¡Solo te escondes detrás de los demás!»
Este conflicto fue una prueba evidente de lo rápido que pueden desmoronarse las alianzas bajo la presión de la ambición. En lugar de celebrar juntos, los príncipes comenzaron a culparse unos a otros por oportunidades perdidas. Olvidaron el objetivo común, que la unidad era el único camino hacia la victoria sobre el enemigo. Cada uno soñaba con la gloria, pero olvidaba que sin el apoyo mutuo podían perderlo todo.
En pocos minutos, la celebración se transformó en un escenario de disputas, donde en lugar de risas resonaban acusaciones. Danylo, observando este caos, sentía crecer la inquietud en su corazón. Sabía que si los príncipes no encontraban la manera de unirse, su victoria podría convertirse en una ilusión, y su fraternidad, en un mero recuerdo. Y aunque la victoria era dulce, ya comenzaba a amargarse por las sospechas y conflictos que amenazaban con destruir todo lo que habían alcanzado.
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Editado: 22.11.2025