✿6 de octubre de 1871 — París, Francia ✿
No había nacido con el don de la paciencia. Era lo que a todas horas le decían las monjas del internado, antes de propinarle una reprimenda por su escasa actitud a la hora de realizar algunas de las tareas que debía aprender cualquier señorita bien educada, que quisiera convertirse en buena esposa y madre en el futuro.
Pero tenía otros dones, sin embargo, que también conseguirían convertirla en una distinguida dama el día de mañana. Aunque en aquellos instantes, Christina no lo sabía, las monjas enviaban en sus cartas sus alabanzas hacia ella. Hablaban de una niña adorablemente encantadora y bella.
La niña pulsó la última tecla del piano de la Sonata para piano n.º 14 de Beethoven en la sala de música del internado y tras el gesto, se instauró el silencio, en el cual, aun parecía resonar el sonido de la melodía que acababa de entonar.
La hermana Marie-Jeanne se levantó de su asiento y aplaudió ligeramente, mientras el resto de sus compañeras de clase se unían a la pequeña ovación que dedicaron a su joven compañera.
Christina María Whittermore se levantó de la banqueta y colocó las manos detrás de su espalda, disimulando una sonrisa. No quería parecer pretenciosa y las hermanas la regañarían si lo supieran, pero estaba sintiéndose realmente gustosa ante aquella muestra de agrado, aunque solo durara apenas unos segundos. Estaba segura de que posiblemente en la siguiente clase sería regañada. Estaba acostumbrada. Sus bordados no eran exquisitamente perfectos y, por lo general, sus pasteles no podían comerse. Pero también aquello se podía aprender. El talento, como decía su madre, no. Con un don se nacía y ambas estaban seguras de que lo tenía.
—Toujours aussi magnifique, ma chérie — dijo la hermana, levantándose de su silla.
Después la envió a su asiento y la siguiente joven comenzó a tocar tímidamente. Christina sabía que había tocado bien, pero siempre agradecía alguna muestra de halago por parte de las hermanas. Hacía dos años que sus padres habían decidido enviarla a aquel colegio en París para que fuera instruida en las labores que una dama, esposa y madre debía conocer, siempre dentro del respeto a Dios, a la familia y a la Reina. La niña extrañaba a su familia, aunque su madre iba a visitarla cada tanto tiempo. Ella siempre le decía que no le agradaba aquella educación tan estricta. Era demasiado anticuada para ella. Los padres se Christina eran diametralmente opuestos, mientras que ella era de actitud más cercana a la época, su padre era mucho más anticuado. De hecho, había sido idea suya que la niña fuera internada en el colegio, para que no estuviera mal influenciada por el pecado de la sociedad. Además, ella tenía dos hermanos varones, hijos de un primer matrimonio de su padre, por lo que eran mayores que Christina.
Arthur y James ayudaban a su padre en el aserradero propiedad de la familia. Lo que les ayudaba a gozar de sirvientes y una vida acomodada, pero les mantenía muy alejados de la alta aristocracia de la que su madre ansiaba formar parte.
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Aquella tarde, una vez terminaron las clases y las niñas se disponían a ir a misa, una de las hermanas le dijo a Christina que fuera al despacho de la madre superiora. La niña, que sabía perfectamente que no había cometido ninguna imprudencia, se preguntó que desearía decirle la monja. Comenzó a caminar rápidamente por los pasillos del internado, tras la hermana que la había llamado, temiendo llegar al lugar y encontrarse con un castigo que no le perteneciera. La hermana llamó a la puerta y unos segundos después la abrió invitando a la niña a entrar.
Christina saludó a la anciana que se encontraba sentada frente a ella y tomó asiento de forma erguida, con las manos sobre su regazo, a la espera.
—Señorita Whittermore, no te sientes tan tensa, no voy a regañarte —comenzó la reverenda, conociendo el temor de la niña—. Su madre ha decidido venir a visitarla en unos días. Nos ha solicitado nuestro permiso para permitir tu ausencia a clase durante algunos días y aunque no me parece correcto, lo cierto es que no encuentro un motivo de peso para negarme. ¿Te agrada la idea?
La niña no pudo evitar abrir los ojos desmesuradamente cuando escuchó aquellas palabras. Realmente se sentía feliz. Las visitas de su madre siempre la hacían sentirse querida y añorada por su familia. El internado era un lugar cómodo y agradable, en parte. Los horarios eran estrictos y debían asistir a misa dos veces al día. Sabía que sus padres querían lo mejor para ella al enviarla allí, pero no podía evitar pensar que la habían abandonado. Algunos días despertaba sintiendo algo de tristeza. Tenía algunas conocidas entre las demás niñas, pero nada demasiado profundo. Apenas tenían tiempo para jugar o divertirse. Solo podían hablar de temas religiosos y los libros que les permitían leer eran sobre mártires. Y no era que no le gustara, simplemente resultaba demasiado tedioso y estaba segura de que su madre pensaría igual que ella.