La Bestia |

Tres: Physostegia virginiana.

Miró el ramo de rosas, aún en medio de la oscuridad, evocando de manera perfecta el momento en que la vio apretar con fuerza el encargo, completamente atemorizada, sin saber a qué se estaba enfrentando allí. ¿Quién iba a decirle que, de alguna manera, terminaría causando estragos significativos en la vida de las personas? Jamás en su vida pensó en nombrarse una bestia como tal, ni siquiera por lo que era o su personalidad, sin embargo, las circunstancias de la vida sabían llegar en el peor momento para catapultarnos a aquello que gobernaría nuestra vida por mucho tiempo. A él, le había llegado en el mejor momento de auge que pudo tener, viendo poco a poco cómo todo se caía a pedazos con las palabras de esa mujer, su traición desmedida y la cantidad de poder que osaba tener ahí, teniéndolo en la mira, bajo la presión sistemática de lo legal.

Recogió una del escritorio, observándola un poco más marchita que todas las demás, percatándose de una pequeña gota de sangre que reposaba entre la espina, negando en su sitio por lo que eso significaba. Era una muestra del miedo que esa chica tuvo al entrar en el despacho, tan natural como los reflejos y su sobresalto que lo sacó un poco de balance, si era sincero consigo mismo. No quería que salieran corriendo lejos de su presencia, pero no parecía ser eso lo que estaba causando, así que no iba a insistir demasiado en lo que iba pasando. Si quería seguir siendo la bestia, cada uno, a su manera, debía de temerle.

Apretó el pequeño aguijón de la flor, sintiendo apenas una sacudida antes de hacerla añicos entre sus manos, levantándose de la silla.

—Alex—emitió, tocando uno de los botones del aparato telefónico—, hay una cantidad exacta de rosas sobre la mesa de mi oficina, una por una, esta noche, vas a pedirle al chofer que las pose en la entrada de las casas de todos aquellos que terminaron de abandonarme. Rubí va a ser la última, te aviso. De ahí, en más, déjalos hundirse en su propia miseria, luego haré algo más con unas fotos que tengo para Sullivan. Su esposa me lo agradecerá—concluyó, mirándolas en su sitio.

—¿Quién lo lleva, señor? Sabe que tiene…—Elijah exhaló.

—Sí, sé lo que tengo, sé que nadie debe verme de esta forma, pero hay un auto estacionado en el parqueo, de cualquier forma no puedo ir por un trago. Iré a casa—enunció, palpando las sensaciones del lugar—. Me envías allá las nuevas solicitudes que llegaron hoy, las analizo yo. —El hombre no dijo nada más en medio de la línea, cortando la llamada sin esperar un minuto más.

Avanzó hasta el ventanal, abriendo un poco las cortinas para ver la ciudad completamente iluminada, recibiendo los halos de luz contra su rostro, percibiendo ese pequeño calor que tanta falta le haría en el transcurso del tiempo. No tenía idea de cuánto podría sobrevivir en la oscuridad, ni siquiera estaba pensando en ello, pero de ahora en adelante sería esa su mejor amiga mientras nada buscara sacarlo de allí.

Un pequeño timbre lo hizo girar, caminando al computador que centelleaba con los mensajes enmarcando las solicitudes acumuladas, colocando la opción de impresión antes de tomar todo, saliendo en dirección al ascensor que lo esperaba. El pequeño trayecto hasta el auto le permitió descartar a varios que no cumplirían nunca con sus órdenes, tirando los papeles a la basura sin darle tiempo a una segunda mirada.

En cuanto estuvo dentro del vehículo, dejó salir un resoplido, apretando el volante para encender el motor, pisando el acelerador para alejarse de ese lugar, conduciendo sin rumbo alguno bajo una melodía tenue que resonaba en la radio, completamente atormentado con ella, en realidad, con cualquier cosa que estuviera rodeándolo en ese momento.

No supo en qué momento se desvió, pero ya no estaba viendo una exagerada cantidad de autos al conducir, aparcando en el primer sitio que encontró a oscuras, apagando el motor para golpear el volante un par de veces mientras un grito gutural abandonaba sus labios desde el fondo de su garganta, congeniando con ello el dolor que le generaba el estar de esa forma, oculto a todo, incluso a la vida que quería vivir, de alguna forma, solo que ya no podía hacerlo como anhelaba en lo más profundo. ¿Quién querría a alguien así, tan herido y roto? Por supuesto que nadie, ni siquiera su ex mujer que tanto hizo para hundirlo en el fango más profundo, del que no ansiaba salir, al menos no por ese momento.

Miró un momento el bar, saliendo para entrar en él, pidiendo un trago en la barra en cuanto se acercó, girando el rostro para enmarcarlo en la oscuridad mientras llevaba el vaso directo a su boca por inercia, aceptando su sabor amargo, ardiente que asentaba esa sensación de molestia contra su garganta, mareándolo un momento.

Con una seña, pidió uno más, ubicándose en una de las sillas, recibiendo una mano contra su pierna, sin voltear para ver a la mujer que intentaba alcanzarlo, respirando ese aroma a perfume que no hacía nada dentro de sí, no como esa tonta de la floristería a la que podía respirarle cada partícula de miedo, inseguridad y desafío al estar en el mismo centro que él.

¿Qué había hecho esa mujer? Bufó, apartando la mano con brusquedad, pidiendo otro trago.

—¿No quieres una noche apasionante, guapo?—inquirió, fijando la vista en su dedo lastimado, volviendo a sentir su mano subir, esta vez de forma más imprudente.

—¿Qué parte de no, es la que no entiendes?—espetó en un rugido molesto, levantándose de su sitio para darle la cara, deleitándose por completo en su mueca de espanto—. Claro, las mujeres como tú, jamás tendrían algo con un hombre como yo, luego de ver lo que tienen en frente—escupió, tirando el vaso en la barra, arreglando su saco para salir de allí.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.