La Bestia en un cuento mal contado.

Prólogo

La oficina de Don Agustín de Alba.

El silencio en el despacho era una criatura opresiva, más pesada que el aire acondicionado que luchaba por mantener a raya el calor de la tarde en la capital. Los paneles de caoba absorbían cualquier sonido, dejando solo el tic tac casi imperceptible de un reloj de péndulo antiguo como testimonio del paso del tiempo. A través de los ventanales, la ciudad se extendía como un tapiz de luces y sombras, indiferente a la tormenta que se gestaba en esa habitación.

Don Agustín de Alba, un hombre cuya voluntad había doblegado gobiernos y cuyo nombre abría las puertas más celosamente custodiadas del país, tenía el teléfono pegado a la oreja como si su vida dependiera de ello. Su rostro, habitualmente una máscara de control y desdén, estaba ahora surcado por líneas de una palidez malsana. La conversación al otro lado era un fantasma inaudible para cualquiera que no estuviera en la línea, pero sus efectos eran devastadores.

—"¿Cómo que no se puede detener?"— Su voz, habitualmente un trueno suave, era ahora un hilo tenso. Una rareza que nadie en su círculo íntimo se atrevería a imaginar.

Una pausa, mientras escuchaba la respuesta, tragó saliva con dificultad.

—"...No me hable de porcentajes, ingeniero. Quiero soluciones concretas. ¿Para eso le pago, no?"

Otra pausa, más larga. Sus ojos oscuros, normalmente fríos y calculadores, vagaron por los objetos de poder que lo rodeaban: el retrato de sus antepasados, los trofeos de sus victorias empresariales, la impecable colección de puros en su humidor de cedro. Ninguno ofrecía consuelo ahora.

—"...¿Un ataque? ¿Contra nosotros? Es... es ridículo."—Un atisbo de su arrogancia habitual intentó aflorar, pero murió en sus labios.

El silencio al otro lado del teléfono se extendió, cargado de una amenaza invisible. Agustín escuchaba, cada palabra no dicha resonando en el aire como el presagio de una desgracia inminente.

Su mandíbula se tensó hasta doler, y sus nudillos se pusieron blancos al aferrarse al borde de la mesa de caoba pulida, una superficie que siempre había sido su ancla, su símbolo de dominio.

Y entonces, la pregunta crucial, formulada con una voz que apenas superaba un susurro ronco:

—"¿Quién?"

La respuesta tardó una eternidad en llegar. En la quietud casi irreal de su oficina, Don Agustín de Alba sintió por primera vez en décadas el frío mordisco del miedo. Un miedo primario, visceral, que lo heló hasta la médula. Sus ojos se cerraron con fuerza, como si pudieran bloquear la verdad que acababa de escuchar.

—"No..."— Negó, aunque la certeza lo apuñalaba por dentro.—"...No puede ser."

El clic seco del auricular de marfil al caer sobre la base resonó en el silencio como una sentencia. Don Agustín permaneció inmóvil, la respiración superficial, el rostro desencajado. En el santuario de su poder, la fortaleza que había construido con astucia y despiadada ambición, la primera grieta se había abierto. Y tenía un nombre que resonaba con la furia de un fantasma vengativo.

"Bruno Castillo"




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