La Bestia en un cuento mal contado.

Capítulo 1: El Vestido Blanco

La boutique era un santuario de luz y marfil. Cada superficie, desde las sillas de terciopelo hasta las copas de champán que reposaban en una bandeja de plata, estaba diseñada para susurrar lujo y exclusividad. En el centro de todo, como una estatua a punto de cobrar vida, estaba Livia de Alba.

El vestido era un océano de seda y encaje chantilly, una obra de arte que había costado más que el sueldo anual de la mayoría de la gente del país. Caía a su alrededor en cascadas perfectas, ciñéndose a su esbelta figura antes de abrirse en una cola majestuosa. Para el mundo, era la imagen de la perfección: Livia de Alba, la princesa de hielo, enfundada en el símbolo definitivo de su estatus.

De pie sobre una pequeña tarima, se miraba en un espejo de tres cuerpos que reflejaba su imagen hasta el infinito. Su madre, Beatriz, una mujer cuya elegancia era tan afilada como su lengua, supervisaba los últimos ajustes con ojo crítico.

—La caída de la falda es impecable, pero la línea del cuello... —empezó a decir Beatriz, más para sí misma que para nadie más.

Livia apenas la escuchaba. Sostenía su teléfono con delicadeza, una pequeña y tímida sonrisa curvando sus labios. Era una de esas raras sonrisas genuinas que reservaba para una sola persona.

—Sí, todo va perfecto —susurró, su voz mucho más suave de lo que el mundo jamás llegaba a oír—. No, no puedes verlo. Sebastián, es de mala suerte... y además, quiero ver tu cara cuando camine hacia ti... Yo también te quiero.

Colgó y por un instante, un único y precioso instante, fue simplemente una novia enamorada, soñando con el futuro seguro y estable que le esperaba junto a Sebastián Beltrán.

Fue entonces cuando la burbuja de champán y seda estalló.

El teléfono personal de Beatriz vibró sobre una mesita auxiliar. Ella contestó con su habitual tono de superioridad melódica, un tono que se desvaneció en cuanto escuchó la voz al otro lado. Su espalda se enderezó, y se apartó instintivamente, dándoles la espalda a Livia y a la diseñadora como si buscara una privacidad que ya no existía.

—¿Qué quieres decir con que...? —empezó, antes de callar bruscamente para escuchar. Su rostro, siempre maquillado a la perfección, perdió todo su color. Sus dedos, adornados con anillos impecables, se aferraron a su teléfono con una fuerza inusitada.
La llamada fue corta. Cuando Beatriz colgó y se giró, era otra mujer. La máscara de la matriarca perfecta se había agrietado, revelando una ansiedad afilada.
Su voz fue un látigo, tensa y frágil.

—Livia. Quítate el vestido.

Livia parpadeó, saliendo de su ensoñación. La sonrisa se borró de su rostro.

—¿Pasa algo?

—Tu padre —dijo Beatriz, evitando su mirada y centrándose en las ayudantes de la boutique como si fueran soldados a los que dar órdenes—. Quiere vernos en casa. A las dos. Dijo que es urgente.

La palabra "urgente" no existía en el vocabulario de Don Agustín de Alba. Él no tenía urgencias; él las creaba para otros.

Un frío extraño, ajeno al aire acondicionado de la boutique, recorrió la espalda de Livia. Mientras dos jóvenes empezaban a desabrochar con una lentitud agónica los cientos de botones de perla que recorrían su espalda, Livia sintió que no solo se estaba quitando un vestido. Estaba despojándose de un futuro.

Salió de la boutique dejando atrás el vestido, que ahora reposaba sobre un maniquí como el fantasma de una vida que, sin saberlo, ya no le pertenecía.




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