El viaje en coche desde la boutique hasta la mansión de los de Alba fue un ejercicio de silencio tenso. Beatriz miraba por la ventanilla con el rostro contraído, una estatua de ansiedad contenida, mientras Livia sentía cómo un nudo de hielo se formaba en su estómago.
La puerta del despacho de su padre estaba entreabierta. Al entrar, Livia sintió el cambio de atmósfera como un golpe físico. El aire acondicionado parecía trabajar el doble aquí dentro, pero el frío no era refrescante, sino gélido.
Su padre, Don Agustín de Alba, estaba de pie junto a los ventanales, dándoles la espalda. Incluso de lejos, Livia notó algo alarmante: la perfecta rigidez de su postura, la de un hombre que siempre parecía tallado en roble, se había desvanecido. Había una curvatura casi imperceptible en sus hombros, la de un peso demasiado grande para ser soportado.
—Agustín —dijo Beatriz, su voz un susurro forzado.
Agustín se giró lentamente. La luz de la tarde entraba por la ventana, recortando su silueta y dejando su rostro en la penumbra. Aun así, Livia pudo ver el estrago. La palidez cerosa de su piel, la corbata de seda ligeramente aflojada —un descuido impensable en él— y la mirada perdida en sus ojos oscuros.
Los ojos de su padre se posaron en ella, y Livia se sintió encoger, sintiéndose más pequeña de su ya menudo metro sesenta y cinco. Por un instante, creyó ver un destello de algo parecido a la piedad en ellos, antes de que se endurecieran de nuevo al posarse sobre su esposa.
—Beatriz. Livia. Siéntense.
No fue una petición. Beatriz se hundió en uno de los sillones de cuero frente al escritorio, sus manos elegantemente entrelazadas sobre su regazo en un vano intento de parecer tranquila. Livia permaneció de pie, a su lado.
—¿Qué ocurre, Agustín? Me has asustado —dijo Beatriz, rompiendo el silencio.
Agustín caminó hasta su escritorio, pero no se sentó en su imponente sillón de poder. Se apoyó en el borde de la mesa, un gesto que lo hacía parecer extrañamente vulnerable.
—Nos están atacando —dijo, su voz grave y sin emoción.
—¿Atacando? ¿A qué te refieres? ¿La competencia? —inquirió Beatriz.
Agustín negó con la cabeza.
—No. Es algo... personal. Sistemático. Un solo hombre está desmantelando el imperio de Alba, pieza por pieza. Compra nuestras deudas, intercepta nuestros envíos, sabotea nuestros contratos. En menos de un mes, ha provocado una hemorragia que no podemos detener.
El rostro de Beatriz era una máscara de incredulidad.
—¿Quién tendría tanto poder? ¿Y por qué?
Agustín levantó la vista y sus ojos se clavaron en los de Livia, que sintió un escalofrío recorrerla.
—Bruno Castillo.
El nombre flotó en el aire, denso y cargado. Para Beatriz, fue como una bofetada. Soltó un jadeo ahogado.
—Imposible. Ese... ese delincuente. El hijo de los maestros. No puede ser.
Livia frunció el ceño. El nombre le sonaba vagamente, como el eco de una pesadilla infantil, una historia susurrada que nunca entendió del todo.
Recordaba la vergüenza, las miradas de lástima, pero el rostro del chico era un borrón en su memoria. Era solo un nombre oscuro ligado a la muerte de su hermano Adrián.
—En unas semanas, el apellido de Alba será sinónimo de bancarrota —continuó Agustín, su voz era una sentencia—. El banco ejecutará la hipoteca de esta casa. Perderemos el escaño en el club, las acciones... todo. Seremos el hazmerreír de la sociedad que hemos gobernado durante tres generaciones.
—¡No! —La exclamación de Beatriz fue un grito agudo de pánico—. ¡No puedes permitirlo, Agustín! ¡Mi vida entera... nuestra vida!
—No puedo detenerlo —replicó él, con una finalidad aterradora—. Pero él... ha ofrecido una solución.
Livia lo miró fijamente. Vio cómo su padre, el gran Don Agustín de Alba, tragaba saliva antes de continuar.
—Él no quiere destruirnos por completo. Quiere humillarnos. Quiere una fusión.
—¿Una fusión? —preguntó Beatriz, confundida.
—Quiere unir el nombre Castillo a los de Alba. Quiere entrar en la familia que lo desechó. —Agustín hizo una pausa, y su mirada, cargada de una mezcla de odio y resignación, se clavó en su hija—. Quiere un matrimonio, Livia. Contigo.
El mundo de Livia se detuvo. El sonido se desvaneció, reemplazado por un zumbido agudo en sus oídos. El rostro de su padre, el pánico en los ojos de su madre, todo se volvió borroso. Solo las palabras resonaban, absurdas, monstruosas.
Un matrimonio. Contigo.
Editado: 23.07.2025