La Bestia en un cuento mal contado.

Capítulo 4: Cara a cara con la bestia

El día siguiente transcurrió en una neblina de irrealidad. Livia se movió por la mansión como un autómata, rechazando las llamadas de Sebastián con excusas que sonaban falsas incluso para sus propios oídos. A la hora señalada, se preparó para la reunión como un soldado se prepara para la batalla.

Eligió su armadura: un vestido tubo de color gris perla, de líneas severas y cuello alto. Recogió su cabello castaño cenizo en un moño bajo y tirante, sin dejar un solo mechón suelto. Su maquillaje era mínimo, su rostro una máscara de fría indiferencia.

Era la perfecta Princesa de Hielo, la imagen que el mundo esperaba de Livia de Alba. Nadie, y menos que nadie ese hombre, vería el terror que galopaba bajo su piel de porcelana.

Cuando entró en el despacho, él ya estaba allí.

No estaba de pie, pavoneándose, ni sentado en la silla de su padre como un usurpador. Estaba en uno de los sillones de cuero para visitantes, relajado, como si fuera el dueño del lugar y estuviera simplemente esperando a que sus subordinados llegaran. La imagen la descolocó por completo.

Livia había pasado la noche intentando recordar el rostro del chico del pasado, pero solo conseguía evocar una imagen borrosa y amenazante. El hombre que tenía delante no era un monstruo. Era algo mucho peor: era devastadoramente guapo.

Su imponente altura era evidente incluso sentado, superando el metro ochenta y ocho con facilidad. Un traje negro, hecho a medida, se adhería a sus hombros anchos y a un torso musculoso, gritando poder y riqueza. Su cabello oscuro, casi negro, estaba cortado con una precisión impecable.

Cuando levantó la vista, Livia sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Sus ojos eran de un gris tormenta, tan oscuros y penetrantes que parecían capaces de despojarla de todos sus secretos. Su rostro era una obra de arte de ángulos afilados: una mandíbula fuerte, pómulos altos y una boca firme que no ofrecía ni un atisbo de amabilidad. Vio la diminuta cicatriz junto a su ceja y, por alguna razón, eso lo hizo aún más intimidante.

Él era Bruno Castillo. Y no se parecía en nada al delincuente de sus recuerdos.

—Señorita de Alba —dijo él, su voz era una barítono grave y profundo que vibró en el aire tenso. No se levantó. Un sutil, pero claro, insulto.

Don Agustín, de pie junto a su escritorio como un general derrotado en su propio cuartel, carraspeó.

—Livia, este es el señor Castillo. Señor Castillo, mi hija, Livia.

Bruno la recorrió con la mirada, de la cabeza a los pies. Fue una evaluación lenta, fría y calculadora. Él no veía a la mujer aterrorizada que luchaba por no temblar; veía la armadura. Vio el vestido severo, la barbilla en alto, la mirada fría de sus ojos azul grisáceo. Vio a la Princesa de Hielo, digna heredera del apellido de Alba. Y una sombra de satisfacción oscura cruzó su rostro. Ella era exactamente el trofeo que esperaba.

—Seré breve, Don Agustín. Mis abogados han redactado los términos —dijo Bruno, sin apartar los ojos de Livia—. La transferencia de control de las empresas de Alba a mi conglomerado se ejecutará tras la firma del contrato matrimonial. Todas sus deudas serán absorbidas. Su patrimonio familiar quedará intacto.

Hizo una pausa.

—A cambio, la señorita de Alba y yo nos casaremos en un plazo no superior a un mes.

La forma en que lo dijo, como si estuviera discutiendo una adquisición de acciones y no la vida de una persona, hizo que la sangre de Livia hirviera.

—Usted... —empezó a decir ella, pero la mirada de advertencia de su padre la silenció.

Bruno pareció disfrutar de su intento de desafío. Una de las comisuras de sus labios se curvó en algo que no llegaba a ser una sonrisa.

—¿Decía algo, señorita de Alba?

Livia apretó las manos en puños a sus costados, sus uñas cortas clavándose en sus palmas.

—No. Nada.

—Bien. —Bruno se levantó, y la verdadera magnitud de su poderío físico llenó la habitación. Era una montaña. Se movió con una gracia depredadora y se detuvo frente a ella. Livia tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para sostenerle la mirada, negándose a mostrar sumisión.

Él bajó la vista hacia su mano izquierda, donde el anillo de compromiso de Sebastián brillaba con una luz inocente.

Lentamente, extendió su mano y, antes de que Livia pudiera reaccionar, tomó la de ella. Su tacto fue una descarga eléctrica. Su mano era grande, callosa y sorprendentemente cálida, envolviendo por completo la suya, frágil y fría. Con su pulgar, rozó el diamante del anillo.

—Solo un detalle más —dijo, su voz ahora un murmullo bajo y peligroso destinado solo para ella—. Esto no forma parte de nuestro acuerdo.

Soltó su mano tan bruscamente como la había tomado.

Se giró hacia Don Agustín.

—Mis abogados se pondrán en contacto con los suyos. Buenas tardes.

Y sin una segunda mirada, Bruno Castillo salió del despacho, dejando tras de sí un silencio devastado y a una princesa cuyo castillo acababa de ser reclamado por la bestia.




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