La llamada fue la cosa más difícil que Livia había hecho en su vida. Cada tono de espera era una tortura, y cuando la voz cálida y familiar de Sebastián respondió, tuvo que morderse el interior de la mejilla para no romperse. Le pidió que se vieran en el pequeño parque cerca de su apartamento, un lugar neutral, un lugar donde no podrían gritar. Él notó la tensión en su voz, pero solo expresó una dulce preocupación.
—"Claro, mi amor. ¿Estás bien? Llego en veinte minutos".
Él llegó primero. Cuando Livia se acercó por el sendero de grava, lo vio sentado en "su" banco, el que daba a un pequeño estanque de lotos.
Sebastián Beltrán era la personificación de la bondad. Su cabello castaño estaba ligeramente alborotado por la brisa, y sus ojos color miel se iluminaron al verla. En su mano, sostenía un vaso de cartón. Su té helado favorito. Un pequeño gesto de amor que se sintió como una puñalada en el corazón.
—Livia —dijo, poniéndose de pie para besarla. Ella giró la cabeza en el último segundo, y sus labios rozaron su mejilla. Fue un gesto frío, deliberado. El primer golpe. Vio la confusión herida en sus ojos.
Se sentaron, y el silencio entre ellos fue incómodo por primera vez en tres años. El vaso de té que él le ofreció se sentía pesado como el plomo en sus manos.
—Tenemos que hablar, Sebastián —dijo finalmente, su voz tan controlada que sonaba ajena.
—Lo sé. Desde ayer estás... distante. ¿Es por la boda? ¿Estás nerviosa? Porque si es así, es normal, y podemos...
—No es por la boda —le interrumpió ella, y las palabras que había ensayado toda la noche salieron, amargas y falsas—. Es por nosotros.
Él frunció el ceño.
—¿Nosotros? Livia, ¿de qué hablas? Ayer estábamos planeando nuestra luna de miel.
Livia respiró hondo, reuniendo toda la frialdad que había aprendido a fingir durante toda su vida. Se obligó a mirarlo, a poner una máscara de hielo sobre sus ojos azul grisáceo.
—No puedo, Sebastián. No puedo casarme contigo.
Él parpadeó, incrédulo. Una risa corta y nerviosa escapó de sus labios.
—¿Esto es una broma? Porque no tiene gracia.
—No es una broma. —Cada palabra era un trozo de cristal en su garganta—. He estado pensando... en el futuro. En mi futuro. Y la vida que hemos planeado... no es suficiente.
El dolor cruzó el rostro de Sebastián, reemplazando la confusión.
—¿No es suficiente? ¿Qué significa eso? Te amo, Livia. Pensé que tú me amabas a mí.
—El amor no siempre es suficiente —mintió, repitiendo una frase vacía que había leído en alguna parte.
Lentamente, como si sus dedos estuvieran hechos de piedra, Livia comenzó a quitarse el anillo de compromiso. El diamante brilló bajo el sol de la tarde, burlándose de ella. Era una promesa, un futuro, y ella lo estaba convirtiendo en cenizas.
—Livia, por favor... —suplicó él, su voz rota—. No hagas esto. Sea lo que sea, podemos arreglarlo. Juntos.
Esa palabra, "juntos", fue lo que la terminó de quebrar por dentro. Sabiendo que tenía que ser cruel para liberarlo, colocó el anillo en la palma de la mano de él y cerró sus dedos sobre la joya. Su tacto fue frío y definitivo.
—No hay nada que arreglar —dijo, su voz era un susurro gélido—. Se acabó, Sebastián.
Se levantó sin permitirse una última mirada. Sabía que si veía su rostro destrozado, su resolución se haría polvo. Caminó, con la espalda recta, obligándose a no correr, cada paso alejándola del único hombre bueno que había conocido.
No fue hasta que estuvo dentro del auto que su padre había insistido en que la esperara al otro lado del parque, que la primera lágrima silenciosa y ardiente rodó por su mejilla. Había cortado la soga, pero al hacerlo, se había asegurado de que la jaula de la bestia fuera su único destino.
Con esto, Livia ha quemado el último puente a su vida anterior. Ahora es, oficialmente, propiedad de la venganza de Bruno Castillo.
Editado: 08.08.2025