La Bestia en un cuento mal contado.

Capítulo 6: El Trofeo

El whisky era un fuego líquido en su garganta, pero no lograba quemar el hielo que se había instalado en su pecho hacía más de una década. Desde el ventanal de su penthouse, un nido de águila de cristal y acero que coronaba el edificio más alto de la capital, la ciudad se extendía a sus pies como un mapa de conquista. Su mapa.

Bruno Castillo dejó que el licor caro reposara en su lengua. Había pasado la tarde repasando los informes de sus adquisiciones hostiles, viendo cómo las acciones de "Empresas de Alba" se desplomaban en tiempo real. Cada punto porcentual que caían era una pequeña sinfonía para sus oídos.

Pero nada se comparaba con la satisfacción que había sentido esa tarde.

Ver el rostro de Don Agustín de Alba, ese hombre que lo había mirado como a una cucaracha, ahora pálido y derrotado en su propio santuario. Fue un aperitivo exquisito.

Pero el plato principal... era ella.

Livia de Alba.

Cerró los ojos, y la imagen de ella en el despacho se proyectó en la oscuridad. Era hermosa, sí. Una belleza de porcelana, fría y aristocrática, con el cabello rubio cenizo recogido con una severidad que gritaba control y unos enormes ojos azul grisáceo que lo habían mirado sin una pizca de calidez. Era un producto perfecto de la fábrica de Alba.

Su silencio había sido arrogancia. Su barbilla alzada, el orgullo de su estirpe. No había visto ni una grieta en su fachada de princesa de hielo, y eso le confirmó lo que ya sabía: era igual a ellos. Una muñeca vacía y consentida, criada para creer que el mundo le pertenecía.

Una sonrisa amarga, la que rara vez se permitía, curvó sus labios. Le había gustado verla obligada a callar por su padre. Y le había gustado aún más la forma en que sus ojos se abrieron con una furia impotente cuando tocó su mano. Ese anillo de compromiso... un cabo suelto. Un símbolo de una vida que él estaba a punto de borrar por completo. Sabía que, a estas horas, ese compromiso ya era historia.

En medio de la fría satisfacción de su venganza, un recuerdo diferente emergió. Gala. El único punto de luz en la oscuridad de su pasado. La idealizó durante años como el epítome de la gracia y la bondad, la única persona de ese mundo podrido que parecía real. La curiosidad, una emoción que rara vez se permitía, lo picó.

Sacó su teléfono, un bloque de metal y cristal oscuro tan impersonal como el resto de su vida. Con un par de órdenes rápidas a su asistente a través de un chat encriptado, obtuvo lo que quería en menos de un minuto: el número personal de Gala Mendoza, ahora Gala de... no importaba.

Abrió un nuevo mensaje, sus pulgares moviéndose con una deliberada lentitud sobre la pantalla.

«Gala. Soy Bruno Castillo. He vuelto. Me gustaría que tomáramos una copa por los viejos tiempos

Lo envió sin dudar. No pasaron ni cinco minutos cuando la pantalla se iluminó con su respuesta.

«¡Bruno! ¡No lo puedo creer! ¡Claro que sí! Sería increíble. ¿Cuándo?»

Una calidez genuina, algo que no había sentido en todo el día, se extendió por su pecho al leer su entusiasmo. Quizás, después de todo, quedaba algo bueno de ese mundo que había venido a destruir.

Volvió a mirar hacia la ciudad. Hacia el distrito adinerado donde la mansión de Alba se erigía como un mausoleo de su dolor. Su venganza no era solo por él. Era por su padre, un hombre bueno cuya salud se había marchitado junto con su carrera. Era por el recuerdo de su madre, cuyo corazón se había roto por la humillación.

Ellos eran la razón. Livia de Alba era solo el instrumento. El trofeo más preciado del rey caído, que ahora le pertenecería a él. La prueba definitiva de que la bestia que crearon había vuelto para reclamar su reino.

Terminó su whisky de un trago. El fuego volvió a arder, esta vez con propósito.

Mañana, sus abogados cerrarían los detalles. Y muy pronto, Livia de Alba se convertiría en Livia de Alba de Castillo.

Solo el pensamiento ya se sentía como una victoria.




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