LA MADRIGERA
Max no necesitaba mirar a su joven esposa para admirar su esbelta figura enfundada en ese vestido de una décadas atrás que en otra mujer parecería anticuado, pero en ella lucia adecuado y perfecto. Su cabello rojo peinado en un recogido algo descuidado del que caían algunos mechones rizados y que decoraban diminutas flores blancas y algunos pétalos que sus hermanas les arrojaron al salir del edificio, le hizo desear soltar esa melena y así sentir la suavidad de aquellos rizos color de fuego.
Un ligero cosquilleo recorrió sus manos, aún sentía el suave tacto de las frías manos de su ahora esposa, tan pequeñas y femeninas. Su cuerpo reaccionó ante un deseo como el que ninguna mujer nunca antes provocó en él. Sintió endurecer su entrepierna e inquieto cruzó una larga pierna sobre la otra ocultándose.
¡Maldicion! ¿Por qué lo había besado de aquella manera? Aunque no sé podría considerar un beso a ese ligero roce, pero ella lo tocó con su rosada y húmeda lengua y casi perdió el control.
Lanzó un suspiro. 'Akil, no estaba de acuerdo con lo que iba a hacer, sin embargo no hizo nada para convencerlo de lo contrario. Él tenia la idea de que no podia meterse en la batallas de su amigo, así como no permitía que nadie luchara sus propias batallas.
"- No puedo permitir que me defiendas ante los demás, - le había dicho después de una pelea con uno de sus compañeros del internado. -, dejame pelear mis propias batallas. Cuando tú no estés yo voy a tener que defenderme solo, siempre ha sido así y lo sabes. No te metas, ¿Esta claro?."
Desde ese día ambos lucharon por lo que querían y contra las provocaciones solos sin la ayuda del otro, a pesar de eso ambos sabían que su amistad era tan sólida y fuerte que al cabo de los años nadie, ni sus familiares más cercanos lograron separarlos.
El día anterior a su boda, se encontraron en el más elegante club para comer. 'Akil acomodó con elegancia la servilleta roja de lino sobre su regazo, sonrió a su amigo con un dejo de burla.
"- Al fin has decidido sentar cabeza. - su voz ronca mostró un exquisito inglés británico con un acento muy leve de su lengua materna. - La afortunada debe ser una mujer muy especial para que mi amigo haya roto la vieja promesa de no casarse que hicimos cuando eramos un par de adolescentes resentidos.
- De eso hace ya mucho tiempo. - levantó los anchos hombros sin ninguna expresión en su rostro ante el comentario de su amigo. - ¿No me digas que piensas continuar con esa absurda promesa? Ya somos adultos y es preciso traer al mundo a nuestra descendencia.
- ¿Descendencia? - Preguntó con ironía, - ¿Quién en sus cabales quisiera ser la madre de los hijos del demonio del desierto? Ella debe ser una mujer muy valiente para aceptar tener a los hijos de la bestia...
Max lanzó una carcajada y buscó entre su chaqueta oscura la cigarrera de plata.
- Lo haces parecer algo maligno, yo no soy tan malo como la gente me ha catalogado, tú me conoces mejor que nadie. - lo miró divertido. - Mi descendencia no será el anticristo o algo parecido a eso, aunque no dudo que cuando se sepa que voy a casarme la gente empiece a dar la alarma acerca de mis futuros hijos. Y si, ella es una mujer muy valiente por haber aceptado casarse conmigo a pesar de las circunstancias. - le dijo aceptando el fuego que le acercó uno de los guardaespaldas de 'Akil.
-¡Vaya!, ahora me tienes intrigado. - se inclinó hacia él curioso. - ¿Cuáles son las circunstancias por las que has decidido casarte tan impetuosamente?
Lanzó una bocanada de humo frunciendo el ceño mientras pensaba en la hermosa pelirroja que pronto se convertiría en su esposa.
- Ella es el pago de una deuda. - le dijo mirándolo con arrogancia. - Nadie en sus cabales se atrevería a robarme sin recibir un castigo necesario. Nunca he permitido que se aprovechen de mí y nunca lo haré.
-Si la ofensa te obliga a vengarte de esa manera, ¿Quién soy yo para impedírtelo?
Lo miró sentado en aquella majestuosa silla de madera y piel oscura. Él era el hijo numero ocho de un acaudalado jeque que, nunca tendría el privilegio de gobernar. No, el hijo bastardo de una hermosa mujer francesa que se vendió ante la riqueza del padre de su amigo.
Max confiaba en él hasta con su vida. Durante los años de estudio en ese exclusivo internado estuvieron muy unidos porque a pesar de ser diferentes por la nacionalidad y la familia, sus vidas eran tan similares que mutuamente se consolaban planeando el momento en que pudieran ser libres y no depender más de sus padres.
Lo habían logrado y con creces. Ambos lograron convertirse en acaudalados hombres de negocios independientes y muy ricos.
- Aunque debo decirte, que tengas cuidado amigo mio - le previno. - Las mujeres obligadas pueden ser peligrosas y ella además es muy bella. No quiero que caigas en tú propia trampa. Es fácil caer por el perfume de una dama después de hacer el amor.
- No. Sexo - lo miró aspirando el tabaco de los campos propiedad de su amigo. - Sólo será sexo para procrear a mis herederos, sólo para eso me casaré mañana con ella.
- Llamalo como quieras, - movió una mano con indiferencia. - Nunca subestimes el poder de tú oponente, aunque este sea una mujer..."
La miró. Mantenía la misma actitud lejana, indiferente a su presencia. Su bella cabeza se erguía orgullosa y su barbilla desafiante.
Temblaba toda, podia sentirlo.
Él también lo hacia, aunque por un motivo distinto. La deseaba, quería recorrer esa blanca piel que nunca antes nadie profano.
Todavía tenia el sabor de su boca en él.
Oprimió sus manos en un puño. No estaba seguro de poder aguantar llegar a la antigua rectoría que había convertido en su casa, sin que esta perdiera la escencia del pasado.
Media hora después las enormes rejas de acero forjado se abrieron permitiendo el paso del lujoso auto sobre la grava del camino hasta la casa que dividía el espeso bosque dándole un aspecto solitario y algo lúgubre.