INCONSCIENCIA
Las sabanas blancas competían con la piel pálida de la joven. Su roja cabellera la palidecia aún más. Joseph miraba a su hija desde la silla junto a la cama. No quería alejarse de ella. Nadie lo separaría de su bella Milly. La culpa lo estaba agobiando y ahora lo que quería era estar ahí para cuando se despertara y pedirle perdón por todo lo que había hecho.
Sujetó su mano fría dejó caer su frente hacia ella dejando escapar un sollozo. ¡Oh Dios! Era un padre terrible. ¡Habia estado a punto de lastimar a su hija y matar a su nieto! Se merecía el desprecio de Milly. Sin embargo tenía la esperanza de que le perdonara, ella era como su madre, tenia un corazón lleno bondad que no pudo impedir que se enamorara de la bestia.
Quizá con el tiempo ella se diera cuenta del error y que su corazón estaba confundido. Tenia que entender que aceptó casarse con él en unas circunstancias poco normales y ahora creía que estaba enamorada de él. Eso pasaba en algunas víctimas de secuestro, a veces se enamoraban de sus carceleros. Además, Milly era una joven inocente, nunca conoció a un hombre del que pudo haberse enamorado a pesar de lo hermosa que era y entonces se presentó ese desagradable asunto que la obligó a vivir con ese hombre en una vida que no le correspondía. Él fue su primer amante, eso era seguro y no era extraño que Milly confundiera el amor con sexo.
Ahora que estaba lejos de él recapacitaria y pronto seria sólo parte del pasado. Limpió las lágrimas besó su mano y se irguio mirándola con tristeza.
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Max salió del ascensor. Un silencio le recibió en el tercer piso de la mansión sede matriz de las empresas Blackthorne. Anne se levantó del asiento tras su escritorio siempre seria y formal, le tendió una gruesa carpeta ; Max la miró tomándola con indiferencia y continuó su camino hacia su oficina. Abrió la pesada puerta, un destello apareció en su cerebro: la imagen de una hermosa chica de cabello rojo sujeto en una trenza y el cuerpo delgado y pequeño jalando la puerta para huir de él. Oprimió la mano libre en un puño furioso consigo mismo, entró dejando que la puerta se cerrara de golpe.
Anne hizo una mueca y se dejó caer casi exhausta en su silla.
El regreso de la bestia a la oficina estaba acabando con sus energías. El trabajo se acrecentó después de aquel escándalo que parecía no tener fin. Diario salia una nota sobre la bestia en el periódico, nada parecía acallar los rumores.
Miró hacia la puerta cerrada. Tenia la impresión que los próximos días serian los más difíciles desde que empezó a trabajar para Maximilian Blackthorne.
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Los ojos plata de Max recorrieron la habitación. Al fin estaba en su territorio dispuesto a pelear por lo que tanto luchó. Había regresado con más fuerza, más sed de sangre. La bestia estaba de vuelta. Regresaba con unas nuevas heridas de guerra, pero las había vuelto a cubrir con una armadura impenetrable mucho más potente. Ahora estaba al frente de la batalla dispuesto a cualquier cosa para terminar con sus enemigos sin una pizca de piedad.
Se sentó en el sillón de piel oscura, oprimió los botones para encender su computador, la luz flourecente iluminó su rostro duro e impasible. Tecleó su contraseña, su corazón dio un vuelco cuando el fondo de pantalla apareció ante él brillante y colorido.
Los risueños ojos verdes lo miraron amorosos y los rizos rojos enmarcando el rostro ovalado de ella, su esposa, la mujer que casi lo destruyó; que le demostró lo débil que podía llegar a ser. Ella se convirtió en su debilidad, le mostró lo que el amor podía hacer con él y se dio cuenta de lo tanto que anhelaba que alguien lo amara.
Permaneció mirando fijamente esa cara que conocía de memoria. Humedeció sus labios que le parecían pulsar ansiosos de volver a probar, de sentir esa aterciopelada piel. Gruñó furioso apagando el aparato, golpeó las teclas con furia e hizo girar el sillón hacia el librero atestado de viejos tomos de cubiertas de piel fina.
¡Ella! Muy pronto se encargaría de ella. ¡Maldita perra!, se encargó muy bien de él, utilizó todas sus artes para hacerlo bajar la guardia. ¡Cayó como un maldito estúpido! Cerró los ojos tenso y descansó su cabeza en el respaldo del sillón. ¡Demonios! Odiaba. Sentirse así, como si faltara algo que le arrebataron de un momento a otro.
-¡¡No!! - rugió atormentado.
Tenia que dejar el pasado en donde se quedó, como siempre lo hacia; ya no podía mirar hacia atrás. Los recuerdos de su niñez en la soledad de un viejo edificio lleno de sombras con más compañía de otro chico de su misma edad expulsado de su país, de su hogar, un príncipe al que se le cumplían los caprichos que sólo el dinero puede comprar, pero lo único que deseaban esos dos niños abandonados era alguien que los amara, alguien que los estrechara en sus brazos para sentirse protegidos de sombras que los acechaban alejándolos cada vez más del mundo; esos recuerdos los sepultó en el fondo de su alma hasta que ya no pudieron lastimarlo.
Ahora, ella era la culpable de que todo lo que alguna vez lo atormentó saliera a la luz y lo mantuviera ahí, sentado en la oscuridad sintiéndose muy solo.
Lanzó un suspiro e hinchó el pecho, era un hombre con una fortaleza de hierro que lo llevó hasta la cima. Nunca dejó que nadie lo pisoteara, su padre ya lo había humillado bastante para permitir que alguien más lo hiciera.
Lady Mildred, esa hermosa Baronesa casi lo logró. Lo enredó en sus besos, sus inocentes ojos verdes, su vibrante cabello rojo y todo ese color que la rodeaba, esa luz que llegó con ella a su vida gris que le estaba pareciendo asfixiante. ¡Mierda! Su cuerpo se estremeció mientras los recuerdos traían a su mente la aterciopelada piel blanca que tantas veces recorrió, los suspiros que brotaban de su boca y sus ojos verdes que lo tenían hechizado.
Giró el sillón con rabia y volvió a encender el aparato, borró la imagen y haciendo caso omiso al agudo dolor en su pecho e inició su día de arduo trabajo.