Miriam no era una persona temerosa de Dios, no mucho. A quien sí guardaba un respeto considerable era a los ángeles. Suscitar su ira no era una buena idea.
Por eso cruzó la estancia a toda prisa, corriendo, con su melena dorada flotando sobre su espalda y sin advertir siquiera a quienes tropezaban en su camino. Mejor no hacer esperar a un ángel sin una buena razón, y menos aún a Mikael.
Miriam caminó entre las imponentes columnas de mármol blanco hasta llegar a un espacio amplio y circular. Junto a la pared de enfrente había siete tronos plateados, sin patas, suspendidos a dos metros del suelo. Varias antorchas inundaban de luz la sala, antorchas que nunca se consumían, que ardían silenciosas. Una sección de la pared era un espejo que llegaba hasta el techo, y en el que solo se reflejaban los ángeles, o por lo menos donde no se reflejaban los seres humanos. Miriam no sabía exactamente qué función cumplía, pero estaba segura de que no era para que los ángeles se peinaran.
Sobre el resto de la pared circular estaba esculpida una infinidad de formas y criaturas. Cada vez que visitaba el templo, Miriam encontraba diferentes esculturas. Ya ni se molestaba en mirar.
Sobre uno de los tronos flotantes estaba Mikael. Alto, rubio, hermoso, como cualquiera imaginaría un ángel. Si permanecía inmóvil se le podía confundir con una estatua de mármol que un artista hubiera cincelado a la perfección.
Dejó el libro que sostenía en sus manos y descendió con un suave salto que apenas levantó un murmullo cuando se posó en el suelo.
Miriam se arrodilló y aguardó en silencio.
—Tengo una misión para ti —dijo Mikael.
—Por eso he acudido a tu llamada en cuanto la he recibido —dijo ella levantándose.
El ángel asintió, complacido.
—Vas a traer al Gris al templo, bajo mi autoridad.
No debería sorprenderse, pero la voz de Mikael sonaba mucho más suave de lo acostumbrado. Era una mala señal. Al instante quiso saber más, pero prefería no preguntar directamente, a Mikael no le gustaba. Mejor conformarse con lo que le quisiera contar, o tal vez con lo que le pudiera sonsacar...
—Por supuesto. Le traeré en cuanto termine mi actual cometido. Me han ordenado investigar unas muertes sin explicación en un pueblecito de...
—Cumplirás mis órdenes inmediatamente —sentenció Mikael sin variar el tono de voz. Caminaba en círculos alrededor de Miriam. Ella se mantenía quieta, consciente de que si andaba, sus pasos levantarían ecos entre las paredes, al contrario de los del ángel, que apenas eran perceptibles—. Quedas relegada de tu misión actual. Desde ahora no debes preocuparte por nada relacionado con ella.
El Gris estaba en un buen lío. Los ángeles presumían de orden y perfección. No era frecuente que interrumpieran una misión incompleta, y no les gustaba rectificar ni cambiar las cosas.
Miriam sintió un poco de lástima por el Gris. No se le ocurría una estupidez más peligrosa que tener a Mikael de enemigo.
—Le encontraré. Puedes confiar en mí.
—Lo harás antes de cuatro días —recalcó el ángel—. El cónclave se reunirá entonces y el Gris va a comparecer ante él. Si no es así, tú ocuparás su lugar, y no creo que te guste.
Miriam tragó saliva. Nunca habría imaginado que su misión sería tan transcendente. El cónclave incluía a los siete ángeles, que solo se reunían en ocasiones de la máxima importancia. Se rumoreaba que la última vez había sido hacía varios milenios, para solventar un asunto de orden mundial. Si ahora iba a convocarse un nuevo cónclave, tenía que ser por algo de un alcance incalculable. Solo se le ocurría una cosa.
—¿Tiene algo que ver con la muerte de Samael?
Mikael dejó de andar y la atravesó con sus ojos azules.
—Los detalles no son de tu incumbencia, pero, efectivamente, ese es el motivo que le tienes que transmitir a él cuando le detengas.
El Gris estaba acabado. Demasiado tiempo manteniendo tiranteces con Mikael solo podían llevar a ese final. Aun así, no terminaba de entender cómo había podido matar a un ángel. Era sencillamente imposible. Sin embargo, las malas lenguas confirmaban que había sido él, que había pruebas irrefutables en su contra. Miriam no lo había creído hasta ese momento.
Si era cierto, si un hombre sin alma había podido asesinar a un ángel, no le extrañaba que el cónclave se reuniera.
Y ella entregaría al reo para que le juzgaran. Miriam siempre cumplía el código, eso era lo bueno de su trabajo, que nunca había lugar para las dudas. Solo tenía una pregunta más.
—El Gris no es estúpido. Sabrá por qué me habéis enviado a por él. ¿Qué debo hacer si ofrece resistencia?
Mikael sonrió. Miriam no tenía miedo, jamás, el valor era una de las cualidades que más apreciaba de sí misma, pero aun así la expresión del ángel le causó un leve estremecimiento.
Editado: 26.02.2018