Más que caminar, se deslizaba. Las botas acariciaban el suelo el mínimo indispensable, con delicadeza, con suavidad, con fluidez. Los movimientos eran precisos y, al mismo tiempo, naturales, ejecutados con destreza y soltura, sin precisar de concentración alguna.
Se podía pensar que el Gris calzaba patines en lugar de botas con tacón grueso. Atravesó el recibidor en un suspiro y llegó a la escalera. Su pie derecho se detuvo en el aire antes de tocar el primer escalón.
—¿Dónde vas?
Se giró en redondo. Elena se acercaba balanceando su escultural silueta, arropada por el vigor de la juventud, y con sus finos tacones resonando a cada paso.
—Voy a ver a tu hija —respondió el Gris.
—Por ahí no es. ¿Te has perdido? No lo creo. —Elena se paró ante él, muy cerca, a un palmo escaso de su cuerpo. Aunque ella era alta, su cara quedó a la altura del pecho de él, así que tuvo que alzar el rostro—. ¿Qué buscas en nuestro sótano? Ahí es donde llevan las escaleras, pero, claro, eso tú ya lo sabías.
—No lo sabía —la contradijo el Gris—. Voy a evaluar el estado de Silvia, nada más.
—Tal vez —dijo Elena de mala gana—. Pero yo no quiero que lo hagas. No confío en ti, ni en tu grupo de gente rara.
El Gris dio un paso atrás, se separó un poco de ella.
—Deberías hablar con Mario entonces.
—Ambos sabemos que no serviría de nada. Además, no lo necesito; no, si tú le dices que has examinado a nuestra preciosa hija y que no puedes ocuparte de ella. Luego te largas por donde has venido.
—¿Por qué habría de hacer eso?
—Porque soy su madre. Yo decido. ¿No te parece razón suficiente? ¿Necesita una madre dar explicaciones sobre quién quiere que trate a su hija?
—No es a tu hija a quien voy a tratar, sino al demonio de su interior. No temas, no tocaré su alma.
—Y, sin embargo, temo. ¿Puedes culparme por ello? No sé qué eres exactamente, al parecer nadie lo sabe, pero no tienes alma. ¿En qué te convierte eso? Yo diría que en un cascarón vacío, incompleto, incapaz de llenar su interior. Eso te hace solitario, lo veo en tus ojos. No congenias con nadie porque no hay nadie como tú. Eso duele, lo comprendo.
—A todo se acostumbra uno.
—Eres fuerte, también lo veo. Pero tu dolor te tortura, te separa de los demás. ¿Cuándo fue la última vez que te abrazaron, que una caricia te hizo estremecer? ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que sentiste el calor de una mujer? Tus ojos te delatan. Pero no tiene por qué seguir siendo así. —Elena dio un paso y se pegó a él. Entrelazó las manos en su nuca, envolviendo su cuello. El Gris notó el peso de sus pechos contra su vientre, vio el brillo de sus ojos—. Tu agonía puede conocer un descanso, aquí y ahora. Puedo darte lo que tanto anhelas. Un dulce paréntesis en el que conectarás con un ser humano como nunca habías imaginado.
Ella le miró con los labios entreabiertos. Se apretó más contra él, se removió, suspiró.
—Tu oferta es tentadora. Eres una mujer de extraordinaria belleza. El mejor trofeo para cualquier hombre. Pero tú no me deseas. Únicamente te ofreces a mí para salvar a tu hija de mi contacto. Me repudias porque soy diferente.
—¿Y eso te importa? —preguntó con un destello de indignación.
—No puedo aceptar tu oferta.
—¡No te creo! Conozco tu necesidad, no me engañas. —Se separó de él con brusquedad—. Ahora lo entiendo. ¡Creías que hablaba de acostarme contigo! No tienes alma, pero piensas igual que todos. No te ofrecía mi cuerpo, maldito estúpido. Te dejaré mi alma. Podrás usarla como quieras. Sé que andas buscando gente que te preste su alma. Me informé sobre ti.
—No funciona así. No es tan sencillo.
—Conozco los riesgos.
Esta vez el Gris la miró con atención. Hablaba en serio, sin titubeos.
—Me desprecias, ¿pero me ofreces tu alma?
—Es solo un préstamo. Un sacrificio por salvaguardar a mi hija.
—¿Tan segura estás de que quiero perjudicarla? ¿No te preocupa que un demonio la haya poseído?
—Los demonios se pueden combatir, se pueden vencer —respondió ella con furia—. Hay exorcistas, ángeles, brujos. Pero no sé de nadie especializado en luchar contra ti, aquel que no tiene alma, que nadie conoce.
—Entiendo. Déjame ver a tu hija y hablar con ella, solo un par de preguntas. Después te diré si acepto tu propuesta.
Elena torció el gesto.
—Está bien —accedió—. Pero te acompañaré. No te dejaré a solas con ella.
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Editado: 26.02.2018