Era una biblioteca preciosa, circular, forrada de madera, con gruesos tomos de todos los tamaños y colores vistiendo las paredes.
Sara se detuvo sobre la mancha que había en el suelo, justo en el centro. Era de color marrón oscuro, de aspecto pegajoso.
—Por fin te encuentro —dijo Plata.
Su alta figura se acercó hasta ella con paso tembloroso.
—¿Me buscabas? —preguntó Sara ofreciendo su brazo.
Plata se aferró a él como si le fuera la vida en ello.
—La verdad es que no, no te buscaba. Seguramente por eso he tardado tanto en encontrarte —reflexionó. Se inclinó peligrosamente hacia adelante, hacia la mancha del suelo, pero no llegó a caer, recuperó el equilibrio por sí mismo—. Voy mejorando. Odio la sangre de perro.
Sara miró de nuevo la mancha marrón.
—¿Eso es sangre de perro? —preguntó con desagrado.
—Ese demonio es idiota —dijo Plata—. No entiendo para qué se bebió la sangre de un chucho asqueroso. Es absurdo, denigrante, no sirve de nada, y encima sabe a residuo del infierno. —Plata se pasó el dorso de la mano por la boca—. Si fuese sangre de dragón lo entendería. Te pone fuerte, te sale pelo en el pecho, y es lo mejor para la tensión. También dicen que te ayuda con los problemas de disfunción... ya sabes... ahí abajo.
—¿Disfunción eréctil?
Plata enrojeció.
—Yo no, ¿eh? Nunca lo he necesitado. Bueno recuerdo una vez con un cuerpo..., pero al final no me hizo falta. En fin, es lo que dicen... Pero cambiemos de tema. ¿Qué hace una preciosidad como tú aquí sola? Y tan triste. Que me lleve el diablo si consiento que tú, la rastreadora más bonita del mundo, lo pase mal.
Ahora fue Sara la que se puso roja. Plata era con diferencia la persona más extraña que jamás había conocido. Se sentía tan confusa que no sabía bien cómo clasificarle. Al principio pensó que estaba loco, pero le extrañó que nadie le tratara como tal. Cuando desvariaba con los dragones, Sara no se atrevía a llevarle la contraria, a decirle que los dragones no existían. Hablaba con entrega, de un modo tan apasionado, que ella casi había llegado a creer en su existencia.
Y cuando le hablaba a ella, cuando la alababa... Sara percibía sinceridad en sus palabras. Le intimidaba un poco esa manera tan franca y directa de expresarse.
—Buscaba la cocina —dijo Sara—. Tengo un poco de hambre. Pero creo que me he perdido. Esta casa es más grande de lo que parece.
—No está mal —concedió Plata—. Bien, ya me contarás más tarde qué te ha hecho Álex para que estés así. Tengo que ver a Miriam. Espero convencerla para que me lleve al cónclave, ¿sabes?
—Ahí es donde van a juzgar al Gris, ¿no? ¿Vas a ayudarle?
—Lo había olvidado. —Plata se dio un golpe en la cabeza, ligeramente más fuerte de lo que había calculado—. Qué memoria la mía. Uhmm... Lo cierto es que solo iba a pasarme para ver qué se cuentan los ángeles. Hay un par de ellos que hace mucho que no veo, ¿sabes? Oh, les hablaré de ti por supuesto. Se volverán locos de envidia —dijo con una mueca de completa felicidad—. El caso es que me preguntaba si me ayudarías a buscar a Miriam. Odio admitirlo, pero aún no camino muy bien solo.
—Yo te acompañaré.
Empezaba a gustarle su compañía. Plata no paraba de decir cosas que ella no terminaba de entender. Algunas parecían auténticos desvaríos sin sentido, pero otras daban exactamente en el clavo, como cuando había mencionado su disgusto con Álex. Plata sabía mucho más de lo que sus palabras traslucían.
Intentó que hablara de nuevo de los ángeles, del cónclave y del Gris, mientras le ayudaba a recorrer los pasillos, pero no hubo manera. Plata vio una alfombra, que según él, era idéntica a una escama de dragón, y fue imposible hacerle cambiar de tema. Estaba obsesionado con los dragones, de eso no había duda.
Avanzaron por un pasillo lleno de cuadros.
—... y cuando la fiera aparezca —continuaba Plata—, quiero que te sitúes detrás de mí. ¡No acepto discusiones en eso! Yo te protegeré del dragón. No son simples lagartos con alas, ¿sabes? Solo un experto puede medirse con ellos... ¡Vaya! ¡Qué cosa más fea! ¿Lo has visto?
Sara casi se cayó al suelo. Plata se había detenido de golpe y ella no se esperaba el tirón en el brazo que tenía entrelazado con él.
—¿El cuadro? —preguntó sin entender nada.
—Es un Rembrandt —explicó Plata mirando con mucha atención—. Era un holandés con muy mal genio, un idiota, nunca me cayó bien. Me hizo un retrato horrible, le odio. Voy a destrozarlo ahora mismo.
—¡No, espera! —Sara detuvo a tiempo el puño de Plata, que ya volaba hacia el cuadro. No era ninguna experta en arte, pero un cuadro de Rembrandt debía de ser excepcionalmente caro, y una pérdida irreparable para el mundo artístico—. No puedes romperlo, es muy valioso.
Editado: 26.02.2018